JUAN GARCÍA PONCE: CELEBRACIÓN CON UNA CARTA MAGNA
R-H Moreno Durán
Semblanza del homenaje a Juan García Ponce al recibir el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo el 24 de noviembre de 2001, Guadalajara, Jalisco.
LA CELEBRACIÓN
En un apartado memorable de El hombre sin atributos, Robert Musil hace que sus personajes Diotima y Ulrich especulen sobre un asunto aparentemente trascendental:
-¿Y qué haría usted -preguntó Diotima enfadada- si por un día pusieran a su disposición el gobierno del mundo?
-No me quedaría más remedio que abolir la realidad.
-¡Me gustaría saber cómo!
-No lo sé. Ni yo mismo sé lo que quiero decir con esto. Nosotros valoramos excesivamente el tiempo presente, el sentimiento actual, lo que tenemos en las manos, así como este valle nos tiene atrapados en un cesto sobre el cual cayó la tapa del instante. Le damos demasiada importancia, más tarde nos daremos cuenta de ello…
Aunque el propio Ulrich duda sobre el verdadero alcance de su extraña respuesta, intuye que tras su deseo de abolir la realidad se esconde la liberación del espíritu, que existe sólo en sí mismo, “sin ningún pasado, presente ni futuro”. En otras palabras, el hombre sin atributos sospecha que en ese desesperado cruce de coordenadas a que nos conduce el frenesí por vivir el aquí y el ahora, el peso de la realidad nos impide comprenderla con intensidad. Esta interpretación, que en estricto sentido plantea un conflicto entre vida activa y contemplativa, ganaba toda la atención del joven Juan García Ponce en los años liminares de su carrera, cuando en marzo de 1966, y sin cumplir aún sus treinta y cuatro años de edad, acababa de publicar su Autobiografía. En efecto, cinco páginas antes de dar por finalizado el recuento de su vida, el escritor se sumaba con preocupación y también con asombro a la inmensa minoría de quienes querían resolver las preguntas capitales que Musil le legó al siglo. Sin embargo un año antes, en 1965, García Ponce ya había pactado un debate con la realidad al traducir a nuestra lengua uno de los libros considerados definitivos de esa década, y que tanta influencia tuvo entre los que en 1968 vivimos nuestras primeras tribulaciones espirituales, al tiempo que éramos golpeados por la realidad histórica. Ese libro fue Eros y civilización, de Herbert Marcuse, y en el capítulo VII, titulado “Fantasía y utopía”, el estudiante que yo era entonces subrayó una frase que parece estar a tono con la explicación que Ulrich le da a su contundente respuesta: “El verdadero valor de la imaginación se relaciona no sólo con el pasado sino también con el futuro: las formas de libertad y felicidad que invoca claman por liberar la realidad histórica”. Y -cabe preguntar ahora- ¿quién que haya vivido a fondo esa época no quiso liberarse de la pesada lápida que heredamos quienes, acaso con insolencia y algo de rabia, también queríamos abolir la realidad? Nuestra diferencia con García Ponce es que él ya descreía de los fastos de ese Carpe Diem contestatario y se apoyaba precisamente en los terribles hechos de octubre de 1968 en Tlatelolco para tramitar desde ese entonces su particular deseo de abolir la realidad y que reaparecería tiempo después en las páginas medulares de su novela Crónica de la intervención.
Para quienes por esos días éramos meros alevines de la Utopía, la realidad tenía otro sentido y todavía pensábamos que la historia ofrecía alguna posibilidad. Todo lo que se soñó y gestó alrededor de esa década cobró vigencia y la obra de García Ponce convalidó el entusiasmo de unos cuantos catecúmenos que desde el comienzo nos sentimos identificados con el hálito vivificante que se desprendía de sus páginas, heterodoxas y libres. Es verdad que de esa década que algunos llaman prodigiosa quedaron un talante y una ética, y en cuanto al monto de la herencia cultural no voy a actuar aquí como notario. Lo que sí es evidente es que para García Ponce fue la más fecunda de toda su vida. O si no, a los hechos. Entre 1963, cuando apareció su segundo libro, Imagen primera, hasta 1970, cuando edita La vida perdurable, García Ponce publicó en el escaso lapso de siete años diecinueve títulos, entre volúmenes de cuentos, novelas, valoraciones y monografías plásticas, ensayos literarios e incluso el único poema que se le conoce, “Réquiem y elegía”. Me apresuro a aclarar que no hay nada larmoyante en ese poema, pues en realidad se trata de un homenaje vital, ya que todo réquiem no es más que una apología que se vuelve añoranza. Pero, de nuevo con el catálogo razonado de su obra, vale la pena señalar que en el sólo fetichizado año 68 García Ponce publicó cinco libros, uno de ellos integrado por dieciocho ensayos “intempestivos” y que lleva por título Desconsideraciones. Uno de los textos de este breviario de la ironía apuesta por la celebración de la apariencia, en lo que parece otro intento por abolir la realidad. “Nuestro mundo o, en todo caso, nuestra cultura -dice el autor-, es una pura apariencia sin sentido que no logra ocultar su irrealidad. Pero quizás ésta no sea más que una nueva manifestación del carácter negativo del pensamiento. Ante él, la posición más segura es aceptar el valor de las apariencias”.
Ahora bien, un lector de este jovial maestro del escepticismo, ¿qué puede entender por realidad? Desde sus primeros cuentos, su obra de creación les dio olímpicamente la espalda a muchas de las tendencias que estuvieron en boga en las décadas anteriores, esas que contribuyeron a financiar el éxito internacional del Boom de la literatura latinoamericana en el mundo y a sustentar en parte esa imagen tercermundista y telúrica que aún hoy nos agobia. No hay en García Ponce interés alguno por esos buenos sentimientos que huasipunguearon nuestra realidad. Tampoco por la denuncia social hecha furioso documento antropológico o político. Más discreta es su actitud hacia el Realismo Mágico o la llamada narrativa histórica y también frente a la literatura de espectro realista en sus múltiples y socorridas manifestaciones, sean el Poder, la Violencia o la estampa con sabor local preñada de exotismo. Por ello, no deja de ser significativo constatar que el acontecimiento que con más amplitud ha narrado es la matanza de Tlatelolco, aunque a nadie que haya leído con atención esta extraordinaria secuencia se le ocurrirá encasillarla dentro de la novela histórica. Aquí, la matanza de estudiantes es un elemento dramático pero incidental, que contribuye a acentuar el ingreso de la realidad cotidiana y mezquina, contaminada de una política criminal, en el orbe privado de un grupo de personajes, tan singulares en su hedonista marginalidad que, ellos sí, parecen cumplir el deseo de Mariana en la primera línea de la novela, esto es, cogerse la época que les ha correspondido vivir. Y esos hechos, registrados con el horror que en duermevela le sirve de heraldo a la pesadilla, piden a gritos la abolición de semejante realidad.
Pero si bien la historia persevera en sus crímenes, la literatura y el arte en general ofrecen una visión menos ancilar, más independiente. A eso se refería Marcuse en su libro cuando afirmaba que las formas de libertad y felicidad “claman por liberar la realidad histórica”. Y aunque es cierto que la política no es la primera de las devociones de García Ponce, también lo es que los hechos de octubre de 1968 se salieron de su novela y estrellaron al escritor contra la realidad. Como sucede con Anselmo en la ficción, el novelista publicó en la prensa dos artículos en los que registró su opinión sobre el movimiento estudiantil y la brutal reacción del gobierno. No sé hasta qué punto sea verdad la especie según la cual García Ponce fue confundido por la policía con un líder estudiantil, al extremo de ser llevado a la cárcel. En todo caso, se non é vero é bene trovato. Lo que está claro es que el autor y sus personajes socialmente más ariscos ante la entonces extendida idea del compromiso entienden la política sólo como una forma de “participar gozosamente en el desorden”.
Todos los países de nuestro continente tienen, entre sus desgracias comunes, el hábito de vivir la política como una actividad subterránea. Nada decente se da en esa práctica a la luz del día; todo es nocturno y todo se trama en el subsuelo, como la corrupción tan inherente al ejercicio de la Cosa Pública. Para no ir más lejos, el suscrito procede de un país donde la política es tan nefasta que incluso corrompió al narcotráfico. Y aun así, y a pesar del descrédito de la palabra compromiso, durante décadas se le ha exigido al escritor, al intelectual, al artista, tomar partido.
En este sentido, y como parte del homenaje al autor de El reino milenario, invoco de nuevo la memoria de Robert Musil. En 1935 se celebró en París el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. En una sesión de la que también formaban parte Julien Benda, André Gide, Edward Morgan Forster y André Malraux, Musil escandalizó a sus colegas al leer su conferencia: “Lo que puedo decir aquí y ahora sobre el tema -dijo- tiene un carácter apolítico. Desde siempre me mantuve lejos de la política porque no tengo ese talento. Nunca entendí ni entiendo la máxima de que la política es algo que a todos nos interesa. La higiene también nos interesa a todos, pero nunca sentí la necesidad de escribir sobre ella, porque tengo tan poco talento para ser un teórico de la higiene como para ser geólogo o magnate financiero…”. La ira del auditorio iba en aumento y alcanzó su clímax cuando el orador expresó en voz alta su opinión sobre una de las exigencias de la época, aquella que le pedía al intelectual su alineamiento con una u otra causa. Musil hizo entonces gala de una lucidez insultante: “Los partidos políticos -dijo- existen sólo por miedo a las ideas ajenas, por eso se protegen entre sí y cuidan las ideas que han heredado. No viven para cumplir lo que prometen, sino para destruir las promesas de los otros”. Por puro milagro Musil se salvó de ser linchado, aunque sus ideas estaban a tono no sólo con su posición ante las ideologías sino también con ese espíritu de elevada ironía que preside las arduas sesiones a que se dedican los auspiciadores de la Acción Paralela. Y algo de ese mismo espíritu campea en los largos debates de quienes en Crónica de la intervención preparan el Festival Mundial de la Juventud, certamen que, como en la efemérides de la novela de Musil, se realiza paralelamente al desastre histórico. En ambos casos, estos juegos intelectuales no sobreviven ni a la Gran Guerra y consiguiente desaparición del Imperio Austrohúngaro ni tampoco a la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas. Lo curioso de la intervención de Musil es que en la misma mesa se encontraba Julien Benda, quien apenas ocho años atrás, en su célebre panfleto La traición de los intelectuales, había escrito en tono similar: “Nuestro siglo habrá sido propiamente el siglo de la organización intelectual de los odios políticos. Será uno de los grandes títulos en la historia moral de la humanidad”. Y ya sabemos, tras los acontecimientos que se precipitaron en Europa y el mundo a partir de 1936, cuál fue la suerte de los intelectuales que en lugar de transformar mediante el arte la terrible situación que les correspondió vivir se contaminaron de historia y al tomar rápido partido comprometieron no sólo la ecuanimidad de sus obras sino también la seguridad de sus vidas.
Pero volvamos a la realidad que incita a su abolición. El clima transgresor de los años sesenta no se agota en Crónica de la intervención. Quien dijo que el arte no es más que la exposición de un tema y sus variaciones tiene en García Ponce su ejemplo más válido y fecundo. Tras cada nuevo libro el tejido anecdótico se amplía y la perversión se perfecciona, al tiempo que los hechos y el ámbito donde suceden afinan sus coordenadas. Desde hace muchos años, tal vez desde Imagen primera y, sobre todo, La noche, la escritura de García Ponce pinta el lienzo nada discreto de esa moral de la transgresión y alcanza hitos notables en novelas como De ánima e Inmaculada o los placeres de la inocencia.
Pero si la obra de García Ponce sintoniza con el espíritu de una época en la que sentó las bases de toda su producción futura, también esa es la década en la que el hombre que se esconde tras la escritura dejó una impronta entre quienes tuvieron el privilegio de conocerlo. Basta leer el libro Personas, lugares y anexas, publicado exactamente treinta años después de su Autobiografía, para comprobar la generosa filiación sentimental que el autor guarda de sus contemporáneos. En 1966, en las páginas postreras de sus primeras memorias, el escritor recuerda a su más temprano amigo, a quien conoció en la Mérida casi fantástica de su infancia cuando cursaba su cuarto año de primaria. Con ese niño, el futuro escritor se dedicaba a narrar al alimón historias imaginarias o a deformar o prolongar las novelas que leían. Esa amistad, ungida por cierta afinidad religiosa, marcó, como dice el autor adulto, “el principio de mi relación con los demás”. A tenor de la lectura de la obra de García Ponce, resulta imposible imaginarlo vestido de boy-scout. Como tampoco cabe imaginar uniformados de tal guisa a Jorge Ibargüengoitia y a Manuel Felguérez. Sólo se les puede ver como a tres perversos cadetes, émulos de los alumnos de la Academia donde el joven Törless comenzó a acariciar la idea de abolir la realidad. Unidos por la complicidad, esa relación perduraría siempre, confirmando la sentencia que el autor forja sobre la infancia en su libro Imágenes y visiones: “Los niños nunca son inocentes más que para la mirada de sus padres y demás admiradores de su rebuscada ingenuidad…”.
LA CARTA
Pero ya es hora de que el autor del panegírico entre en el relato. Jalisco no sólo no se raja sino que impone respeto y por ello, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pido permiso primero. Siempre creí, querido Juan, que lo grave de los homenajes no es recibirlos sino merecerlos. Sobre todo para alguien que, como tú, has acumulado un grueso prontuario como transgresor. Y al hacer tu semblanza me convierto en tu cómplice. Debería decir que me confieso tu cómplice, pues desde hace exactamente treinta y cinco años te he visto tramitar tus gozosas fechorías, primero desde la cálida clandestinidad de la lectura y luego como amigo. Muchas veces he revivido una historia que hoy hago pública. A finales de 1966 viajaste a Bogotá para participar en un Congreso de Escritores que, según tú, se inventó Marta Traba para conseguir marido. Marta Traba era en aquella época la joven, hermosa y encima recién divorciada directora de Extensión Cultural de la Universidad Nacional de Colombia y allí, entre el atento auditorio que atiborraba el Aula Magna de la Facultad de Derecho, ese aprendiz de jurista que entonces era yo escuchó tu intervención en una mesa redonda en la que también participaron Ángel Rama, Salvador Garmendia y la propia Marta Traba. Eran los tiempos fastuosos del Boom de la narrativa latinoamericana y, también, del todavía no cuestionado proceso de la Revolución Cubana. América Latina había entrado con paso firme en el mundo contemporáneo y todo lo que contribuyera a conformar la imagen sociocultural de nuestro continente era bien recibido por quienes rechazábamos la frase con que Paul Nizan daba inicio a su libro Aden Arabie, rescatado por Jean-Paul Sartre precisamente en ese 1966. Quienes estábamos ebrios de entusiasmo histórico creíamos que sólo un precoz resentido podía haber escrito: “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Creíamos todo lo contrario y teníamos motivos para celebrar esa edad. Pero la invocación de Nizan no es aquí gratuita. Él, mejor que nadie, simboliza la escisión del intelectual de nuestro siglo: el hombre que llevado por el compromiso se contagia de ideología y muere. Y el hombre que erotizado por las pasiones se convierte en el mejor intérprete de Epicuro. Antes que Marcuse escribiera su libro, Nizan quería agotar el principio del placer pero fue abolido por el principio de la realidad. De forma muy bella lo dijo: “Hasta que los hombres no sean completos y libres, soñarán durante la noche”. Y tras esa bogotana mesa redonda de 1966, algunos de quienes estuvimos presentes comenzamos a ser conscientes de nuestros sueños nocturnos y quisimos pasar a la prosa del día nuestras obsesiones. Creo que ese día, querido Juan, comenzó nuestra correspondencia.
Cartas y libros iban y venían desde Bogotá o Barcelona o donde fuera, hasta que por fin, una noche de 1989, por los días en que el Muro de Berlín se cayó llevándose consigo nuestros últimos prejuicios, el Adelantado Hernán Lara Zavala me guió hasta tu casa de Alberto Zamora, en Coyoacán, y entonces, lo que antes era amistad literaria se convirtió en complicidad humana. Allí, al amparo de todas las indiscreciones posibles, mientras tú agotabas la cultura del Danubio, que fluía martini tras martini, y Lara Zavala y yo reducíamos notoriamente tus reservas de whisky, nos regodeamos en el placer canalla del chisme literario. Creo que la infidencia es un magnífico género literario que desgraciadamente está condenado a permanecer inédito. De lo contrario, sería un género que nunca sobreviviría a la integridad física del autor. Y desde entonces, año tras año, he visitado tu bello país y siempre ha habido lugar para una de esas veladas delincuenciales que algunas veces se prolongaron hasta el amanecer. En una de esas ocasiones, que súbitamente se tiñó de nostalgia, evocaste a una tribu de artistas y escritores a quienes habías conocido en 1960 en Barranquilla: Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Marta Traba y, de forma un poco nebulosa a causa del alcohol ingerido, a un joven escritor llamado Gabriel García Márquez. Eran los habitantes de La Cueva y en tu Autobiografía de 1966, aunque ya los conocías, no hablas de ellos. En esas primeras memorias la única referencia que haces de un escritor colombiano es José Eustasio Rivera, cuando narras cómo tu padre se perdió “durante cuatro o cinco años devorado por la selva como el héroe de La vorágine, dedicado en ella a servir al imperialismo vendiéndole chicle y a la nación vendiéndole durmientes para trazar nuevas líneas férreas”. Treinta años después conviertes tu libro Personas, lugares y anexas en un entrañable homenaje a tus amigos, muchos de ellos, como los colombianos, aureolados por la tragedia. Nunca sospeché que el destino me impondría la penosa misión de escribir la necrológica de Marta Traba, Ángel Rama y Jorge Ibargüengoitia para el diario El País, de Madrid, tras el fatídico accidente del avión de Avianca cerca del aeropuerto de Barajas. Recordé en esa nota la circunstancia en la que conocí a los escritores que tú celebras en tus memorias y algunos de los cuales vivían en Barcelona. Debes saber ahora que en las veladas que Marta Traba presidía en su apartamento del número 332 de la Avenida Diagonal, casi en la esquina de la Sagrada Familia, siempre tenías un lugar muy especial en las evocaciones. Recuerdo en particular la tarde de junio de 1982 cuando le entregué el ejemplar de la revista Quimera, donde apareció la primera reseña que se publicó sobre Crónica de la intervención, y entonces Marta Traba salió al paso de mi entusiasmo esgrimiendo otra primicia: “Me parece bien que hayas escrito tan largo y bonito sobre esa novela. Yo, en cambio, tuve que escuchar, en la voz de “emulsión de Scott” de una de las mujeres de García Ponce, la lectura del primer capítulo de ese libro que corrompió mis oídos”. Nadie es perfecto. Y me pregunté cuál habría sido su reacción si hubiera leído tu novela De ánima. A nombre de la amistad, Marta Traba sugirió en Las ceremonias del verano una sugestiva invitación: “La vida debe ser una constante celebración secreta”. Y esa celebración, querido Juan, se ha convertido en imperativo para todos quienes, con derecho o sin él, literatura o amistad mediante, formamos parte de tu conciliábulo.
El sentido de la honestidad me obliga a confesarte ahora una historia cuyas incidencias me persiguen desde hace exactamente diecisiete años, y que ni siquiera con ayuda etílica me he atrevido a contarte antes. Para darme ánimo echo mano de una frase tomada del Libro VIII de la Ética a Nicómaco, cuyo tema, como es sabido, es la amistad. Dice allí el filósofo: “La amistad es una asociación, y lo que uno es para sí mismo lo es para su amigo. Ahora bien, lo que uno ama en sí mismo es sentir que se existe, y se complace en la misma idea respecto del amigo”. Y ahí va mi historia.
Una noche del verano de 1984, en un cocktail muy animado, una muchacha de unos veinte años y muy atractiva me abordó y con toda la franqueza de que son capaces las catalanas me dijo a quemarropa que yo le caía muy gordo pero que, en cambio, le había gustado mucho mi última novela. Le agradecí muy sinceramente su franqueza pero ella optó por el lado de la apología. Su satisfacción como lectora y la mía como autor corrieron parejas con una buena profusión de vino Sangre de Toro y al final de la noche, como decían antaño las señoras, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Nos vimos con frecuencia durante varias semanas más pero algo terminó por ponerme en estado de alerta. Ella quería que imitáramos lo que hacían los personajes de la novela pero ante sus iniciativas yo no salía de mi asombro, pues jamás había escrito secuencias tan sicalípticas. No obstante, ya metido en gastos, decidí seguirle la corriente y hacer lo que me pedía: escribir cada uno un diario por separado y luego llevar a la práctica juntos lo que cada uno en lo más sucio de su imaginación había forjado. Confieso que esta actitud me resultó no sólo grata sino fecundísima en ardides y ardores. Y todo habría llegado a límites extraordinarios si no hubiera sido por el gato. “Ahora le toca el turno al gato”, me dijo una noche. Y yo quedé fulminado por el asombro. ¿Cómo involucrar en nuestro comercio íntimo a un gato cuando ni siquiera soy capaz de controlar a una mujer? Se lo dije y ella se rió, aunque el asunto no iba a durar mucho, pues una cosa es hacer reír a la amante y otra que la amante se ría de uno. En resumidas cuentas, me negué a meter un gato en mi cama y acto seguido la muchacha me apostrofó y me tildó de farsante. Supe que algo andaba mal en el guión y entonces se me ocurrió preguntarle cuál era esa novela mía que tanto le había gustado a pesar de yo caerle tan gordo. “De ánima”, dijo como si fuera la cosa más natural del mundo. Supe entonces que durante ese tórrido verano había construido el amor sobre un equívoco pero ya era demasiado tarde para aclarar la situación. Yo no escribí De ánima pero me la gocé. Ha sido la usurpación más involuntaria y sensual de mi vida y te lo agradezco, querido Juan. Sencillamente ocupé tu lugar e hice las cosas lo mejor que pude. Tú escribiste la historia de Paloma y Gilberto y la muchacha y yo nos pusimos en el lugar de tus personajes. Y todo iba bien hasta que el gato reclamó su lugar en la ceremonia. Viví a fondo todo eso y cobré en especie tus derechos de autor. Y ni modos de devolverte ese favor con la misma moneda. Lo único que se me ocurrió fue cambiarme de barrio, pues cuando la muchacha descubriera el infundio lo más probable es que me demandara por violación o algo así. Pero tengo la conciencia tranquila, ya que mi pasión fue necesaria para que se cumplieran tus escrituras.
Todo esto viene a cuento, querido Juan, porque las decenas de triángulos sentimentales y adulterios de tus cuentos y novelas son algo más que infidelidad crónica entre las parejas. Pienso, con la mano en el corazón, que esas gozosas triangulaciones no son más que una generosa forma de extender el círculo de tus amistades. Pues como enseñan las matemáticas, dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. Y eso es adulterio. Rilke advirtió que todo adulterio es una historia entre dos personas consumada en una tercera. En otras palabras, toda relación con un tercero no es más que la culminación del amor en la propia pareja. El peor enemigo de esta saludable costumbre es el virus de la moral. Una moral que siempre es ajena y que, por lo mismo, está contaminada por la envidia, los celos o el resentimiento.
Querido Juan: frente a las miserias y al dolor del mundo, has esgrimido esa máxima forma de alegría que es la imaginación hecha escritura. Nuestros ojos leen lo que tus ojos han convertido en oraciones, frases, sentencias, y en nuestra memoria de lectores grabamos esos sueños dictados por tu persistencia, por tu infinito coraje, por ese ejemplar magisterio en que has convertido “las huellas de la voz”. En todo, tanto en lo jubiloso y dolorosamente humano, como en lo lúcido y rigurosamente intelectual, has confirmado con tu singular experiencia que no hay estética sin ética. Pero esa singularidad va más allá de los estrictos ámbitos de un estilo y un orbe narrativo propios. Tu prosa, que ha logrado conciliar desde sus inicios el aliento de la reflexión con la euforia expositiva de tus relatos, es inconfundible desde los párrafos tempranos de Imagen primera hasta Pasado presente y la gozosa picardía de tus Cinco mujeres. Ávido bebedor de las más exquisitas tradiciones, has conseguido construir gracias a los dictados de tu sensibilidad una peculiar bibliografía. No la bibliografía de tus obras de creación, que de por sí conforma un anaquel exótico en la literatura contemporánea, sino la bibliografía de tu permanente lectura, integrada por esos autores que has convertido en tu familia espiritual y a quienes consultas una y otra vez, sin agotarlos nunca. Recurrencia es tal vez la palabra que mejor define tanto tu obra de ficción como tu biblioteca de consulta. Recurrencia en los temas que abordas y que multiplicas con nuevas variaciones, libro tras libro; recurrencia también en las diferentes opiniones que nos ofreces, una y otra vez, como resultado de tus charlas íntimas con Musil y Klossowski, con Nabokov y Bataille, con Tanizaki y Heimito von Doderer, con Balthus y Paul Klee. Y esa recurrencia jamás nos fatiga; al contrario, siempre nos estimula y enriquece.
Llego al final de esta carta de batalla escrita al amparo de la admiración y el respeto. Quiero sólo reiterarte lo que de alguna forma has sabido siempre. Creo que la amistad es el único espacio del alma donde una sola persona se vuelve multitud gracias a esa forma de devoción que es la complicidad. Desde ese espacio, querido Juan García Ponce, quiero ahora, en tu compañía y en tu honor, brindar por esa otra forma de absoluta entrega que es el arte. Porque sólo el arte en sus múltiples manifestaciones nos salva de la degradación con que a diario nos golpea la realidad. Y por ello, dispuestos una vez más a abolir la realidad, abjuramos de sus fastos y engaños y optamos por la escritura, pues la escritura es la continuación del amor por otros medios. Salud.