Los viejos tiempos llegan como olas reventadas a los pies desnudos del que vive y vivió aquellos resplandores. Otra vez el Centro Mexicano de Escritores y la publicación de libros prodigiosos. Ya antes había encontrado su escribana en las mesas de una feria literaria que hubo precisamente en las faldas del Monumento a la Revolución un libro con la obra de teatro llamada El canto de los grillos la cual daría a conocer de inmediato Juan García Ponce, su autor. Jovencísimo, guapo, girito, miembro de una familia espléndida, atrevido, relampagueante, lleno de novias, de muchachas delgaditas y suaves con las cuales paseaba sus aquellos primeros años. Todavía lo estoy viendo caminar al lado de Meche Oteiza abrazando su cintura, ambos con gabardinas. Aún lo celebro bailando en fiestas iluminadas por la juventud nuestra, llena de chisporroteos, inteligencia y las ganas locas de saber leyendo. Fue Juan apuesto y feliz, muy compañero de sus amigos. Lo veía muy seguido, ya fuere en el Paseo de la Reforma por donde vivía su novia y su recordadora, ya en las exposiciones de su hermano Fernando, un muy grande pintor, tan parecido a Juan y lleno del mismo misterio de muy buena clase, de muchas playas, la abuela de ambos, las casas donde vivieron en Mérida, en Progreso. Y por fin las primeras novelas inquietantes de Juan, con muchachas en flor oliendo a jazmines, paradas bajo el dintel de puertas mágicas, perfumadas con Joy, del divinal Patou.

¡Y las fiestas, muchachos! Sus hijos, su casita de siempre donde tomé con él un seminario sobre Marcel Proust. Leí obsesa La casa en la playa, novela que habría de marcarme, La presencia lejana, La invitación, “El gato” (de allí mi primer amor por el inaprehensible animal, su amor), muchas más hasta Pasado presente. Con él Juan Vicente Melo, precioso amigo, la parranda talentosa, el buen escrito. Con él Juan José Gurrola, una especie única de amigo en el escándalo y el vértigo de la creación, casado con Pixie, absolutamente hermosa. Michel Alban quien luego sería su mujer (de García Ponce). De la Colina, Sergio Pitol.

¡Dios mío, todo ello fue mío! Pero sobre todo la prosa de Juan, su amorosidad leal a sus escritores: Pierre Klossowski, William Stayron, Marcusse, su proustiano amor por Musil, Borges. Escritor nato y neto de ideas, de instantes amorosos, de vehemencia en su admiración gozosa y morosa por las mujeres. Muy inteligente, es también la alegría misma aun en el eterno trance doloroso de una enfermedad extraña y cruel. A él habría de tocarle, ¿a quién más?, intenso era en la movilidad, el viaje, el amor, en fin. Ahora es el depositario del Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe. Merecido entre los merecedores. El gran ausente, Juan, del banquete regio –como de antes– ofrecido por el Centro Mexicano de Escritores de los de ayer y hoy.