Tantos años sin vernos, querido Juan. Y ahora te dan un premio y me piden que te escriba. Te pido perdón por todos estos años que he dejado pasar sin verte, pero sobre todo te pido perdón por escribirte obedientemente cuando te dan un premio. No solíamos ser tan obedientes cuando éramos jóvenes (tú más que yo, nadie lo niega) y empezábamos a hacer esas cosas por las que ahora nos dan unos premios que recibimos obedientemente. No estamos ya para desobediencias disonantes, pero confío en que tú adivinarás que lo que me importa es el tirón de manga en mi memoria que esta circunstancia ha provocado. Lo que pienso es: Dejemos todo esto y vamos a lo que importa, que es lo que veíamos, lo que adivinábamos, lo que buscábamos en la buena, la estupenda época en que trabajábamos juntos.
Esta llamada de atención es como un silbatazo que me señala la llegada en nuestro viaje a una nueva estación, sin duda una de las últimas, y me empuja inevitablemente a echar la vista atrás y evocar la escena de la partida. Y nos veo, a ti y a mí, en la revista Universidad de M é x i c o, en la Revista Mexicana de Literatura, en la Casa del Lago, atareados, emprendedores, seguramente ilusos, claramente obstinados, tal vez un poco heraldos. Ahora nos parece claro, a ti y a mí y a otros cuantos, que intentábamos asentar algo. Pero concretamente qué, me parece que sigue siendo neblinoso, incluso en parte para nosotros mismos, pero sobre todo para esos otros cuantos. El mundo literario ha cambiado muchísimo en México desde nuestros tiempos, y ahora hay mil reflexiones, informaciones y consecuencias de cualquier nimio acontecimiento de las letras. Pero sigue siendo bastante desatendida la cuestión de qué significaron y qué huellas dejaron cosas como la RML o la primera Casa del Lago. Nuestro amigo Panabière (que no es por nada, pero casualmente era francés), que se había puesto en serio a estudiar el tema, murió muy joven sin haber podido avanzar mucho. Nadie ha tomado el relevo.
No lo lamentemos demasiado: tal vez ése es nuestro honor. Si nuestro lugar en la historia literaria sigue siendo ambiguo, tal vez es porque somos inclasificables. Pero seamos modestos, digamos un poco inclasificables; con todo, tal vez es que rebasamos un poco los raseros, las definiciones y las fórmulas. Lo digo así no sólo porque obviamente no me incumbe a mí juzgar cuál es nuestro lugar, sino también porque creo que en efecto los proyectos en que estuvimos juntos se señalan por haber estado al margen de extremismos, partidismos, dogmatismos, y por ende de recetas, programas, manifiestos, escuelas, modas tiránicas, innovaciones compulsivas, divergencias deliberadas, caracterizaciones exacerbadas en pos de la publicidad y la competencia.
Seguramente piensas como yo que esta especie de filiación no es todo lo que hay en la obra de un escritor. Al lado de las tendencias, grupos, idearios, empresas, propuestas, fes y esperanzas en que ha participado un escritor, lo que en algún sentido importa más es lo que sus lectores más entregados reciben por debajo o por detrás de todo eso, como de persona a persona, como de viva voz, como se recibe el calor o el olor de un cuerpo al margen de sus condiciones sociales e históricas. Una idea del escritor más o menos de este tenor era tal vez una de las
cosas que compartíamos tú y yo y los otros cuantos que trabajaban cerca de nosotros. Paradójicamente, lo que más nos amalgamaba era creer que lo que menos importa en un escritor es lo que lo amalgama con otros.
Era pues predecible que los que participamos en esas empresas que mencioné antes y en otras afines, una vez que cada uno emprendiera su camino personal, seríamos el grupo, o tal vez sólo deberíamos decir (porque no es claro que eso sea de veras un grupo) la lista más divergente y dispersa que pueda imaginarse. Puesto que lo éramos ya cuando nos unió una semejanza de actitud que justamente no encajaba en los casilleros disponibles. Había entonces, ¿te acuerdas?,
unos casilleros ideológicos de época, más o menos universales o internacionales; y unos casilleros ideológicos regionales con sus subcasillas nacionales; y unos casilleros literarios con altisonantes proyecciones estéticas y más aún filosófico-políticas. Nosotros empezamos decididamente
—y hasta un poco impertinentemente— fuera de las casillas más prestigiosas del consenso de la época, de la región, de la nación, y primero que nada, aunque por eso mismo más confusa y angustiosamente, de la literatura y sus moralismos.
A ti, por supuesto, no tengo que aclararte que estar fuera del consenso, lo mismo ya entonces que ahora, no era lo que algún ingenuo pensaría, o sea que ya entonces la vanguardia, la innovación deificada, el terrorismo de lo moderno, la rebeldía gratuita y todo eso era desde hacía rato el consenso puro y duro, el consenso burgués y oficial, tan consenso como la exigencia inquisitorial de poner nuestra obra al servicio de la revolución social.
Bueno, creo que cuando nosotros nos echamos a andar cada uno por su lado, caminábamos ya alegremente despojados de todas esas vestimentas. Yo todavía siento a ratos, ya te lo dije, que lo que significó ese momento, ese episodio o coyuntura histórica, ese fugaz encuentro de personalidades, sigue estando en un limbo. No debe ser fácil sacarnos de él, porque puede decirse que nosotros, como pocos escritores, creímos que uno no escribe para las academias, para las facultades de letras, para la crítica profesional, para los jurados de premios, becas, doctorados, para los confeccionadores de programas educativos, listas de hombres ilustres, diccionarios de literatura; uno no escribe para ser materia de tesis de doctorado o ilustración de
brillantes teorías semiológicas —sino para sus prójimos, para unos lectores que a menudo ¡ay!, se dejan apantallar por todas esas instancias, pero que aun así buscan siempre entenderse directamente con el escritor como se entienden dos seres libres—.
Ya he dicho que todos nosotros nos fuimos por caminos muy divergentes. Estoy seguro sin embargo de que ambos seguimos fieles, claro que cada uno a su manera, a alguna de las cosas, sobre todo a algunas de las actitudes, que compartimos hace tantos años. Porque nuestra disidencia, poco explosiva pero nada superficial, frente a muchos lugares comunes de nuestro tiempo, no nos hacía sentir, entonces menos aún que ahora, que estuviéramos fuera de la modernidad. Yo diría que más bien nos sentíamos, con petulancia juvenil bastante justificable, la otra modernidad. En la cual sin duda, tú allá y yo aquí, seguimos ahondando, con o sin premios, con o sin etiquetas en la espalda como los deportistas, y mejor así, porque si empieza uno a llevar dorsales, ¿verdad, querido Juan?, acaba uno endosando la promoción de cualquier marca poderosa.
Celebrando a Juan García Ponce. Premio Juan Rulfo 2001
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica
29 de julio, 2001