Todas las novelas de Juan García Ponce son, en realidad, un solo libro. Un libro cuya trama es el deseo y sus recursos literarios un desplante de estilo. Desplante porque su estilo es la transparencia. Para García Ponce la escritura, más que un objeto en sí mismo, es un medio para representar la realidad. Mejor aún: para crear otra realidad más duradera que aquella que transcurre sin cesar frente a nosotros.
Si uno compara sus primeras novelas con las últimas notará, en todas ellas, ese afán de transparencia. Con ello pretende -y logra- acortar la distancia entre el lector y la vida que nos presenta. Pareciera que en sus novelas las palabras callan para que los sentidos hablen. El escritor construye atmósferas para mostrarnos que el tiempo de la novela es el tiempo de lo vivido. Quizá por eso sus libros de ficción, como la vida, perturben y seduzcan.
Es conocida la afición de García Ponce por el teatro y las artes plásticas. Ha sido incluso, por muchos años, uno de los mejores críticos de la plástica mexicana: sus ensayos en esta materia, más que justificar una obra por su técnica, nos plantan frente a ella. Pero no me interesa hablar aquí del crítico de arte sino del novelista cuyo gusto por la plástica enriquece sus novelas. Las protagonistas de sus obras muchas veces quedan inmovilizadas por la mirada del escritor. Digamos que detiene su paso por el mundo para acercarnos al mundo a través de su cuerpo. El novelista describe un gesto, cierta mirada, la posición de una mano, las ondas que forman el peso de los senos, la tensión del arco visible en un muslo; la encarnación del tiempo, el espacio del otro que permite mirarnos.
Si el deseo es el centro de la escritura garciaponciana nada extraña su constante interrogación por el otro, por los límites del cuerpo y la razón, por las sucesivas estancias del mal que las convenciones sociales encuentran en el sexo. Los cuadros vivos que nos presentan sus novelas y sus cuentos son una serie de instantáneas que nos dicen que la vida no tiene sentido. Que el sentido de nuestros días es vivirlos. En un ensayo sobre Pierre Klossowski publicado en 1975, García Ponce escribió algo que revela su noción del arte: ”Carente de lugar, el individuo incapaz de encontrarse en su tiempo histórico, incapaz de entrar a la trascendencia que el tiempo histórico ha borrado, tiene que ‘crearse una razón’: esa razón es el arte”.
El arte es la razón de ser de Juan García Ponce. Por eso no deja de escribir, leer, traducir. Nos ha entregado cuentos, relatos, novelas memorables como “Tajimara”, “El gato”, “La gaviota”, Figura de paja, La cabaña, Crónica de la intervención e Inmaculada o los placeres de la inocencia. Y, aunque sus ensayos son numerosos, bastarían tres para justificarlo en la mejor tradición ensayística de nuestro tiempo: El reino milenario, Teología y pornografía. Pierre Klossowski en su obra: una descripción y La errancia sin fin: Musil, Borges y Klossowski. Aunque la genealogía de un escritor es numerosa, la ascendencia literaria de García Ponce es claramente reconocible: Robert Musil, Georges Bataille y Jorge Luis Borges. No menciono a Klossowski porque más que uno de sus ascendentes es su igual. Klossowski, que murió hace unos meses, le llamaba a García Ponce “mi hermano” por las coincidencias que el escritor francés encontraba en sus obras literarias. Y era cierto: el deseo, en ambos escritores, fue y es una constante de sus novelas.
Reconocer a Juan García Ponce con el Premio Juan Rulfo confirma el prestigio del galardón. También es un buen pretexto para releerlo o para iniciarse en su lectura, porque leer a García Ponce es un acto de iniciación. Con él no se lee impunemente; con él la mirada siempre es otra y el erotismo la mejor forma del conocimiento.