– I –

Juan García Ponce nace en Mérida, Yucatán, el 22 de septiembre de 1932 y fallece en la Ciudad de México el 27 de diciembre de 2003. Vivió sus primeros años en Mérida y Campeche. Posteriormente se trasladó con su familia a la capital del país, donde cursó la licenciatura en Arte Dramático en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Hijo de Juan García Rodés y María Ponce G. Cantón de García. Son seis sus hermanos: Fernando, María del Pilar, Carlos, José Antonio, María del Mar y Luis Alberto. Tiene dos hijos, Juan García Oteyza (1962-2013) y Mercedes García Oteyza de Beatty, quien vive en Oxford, Inglaterra, hijos de su matrimonio con Mercedes Oteyza de la Cámara de Felgueres. Son cinco sus nietos: Fernanda y Mariana García Ortiz, Tomás García Alonso, Sofía y Daniel Beatty García y su yerno Andrew Beatty.

La casa donde nació, detalla García Ponce en Personas, lugares y anexas, era “alquilada por mis padres, estaba en la Calle 21, la que da al parque directamente. Tenía las características de todas las casas no ricas pero sí grandes correspondientes a esa época: un pequeño portal, piso de mosaicos, amplio patio, veleta, albarrada. Eso es fácil de comprobar porque se tienen los datos, pero no se recuerdan. ¿Quién puede recordar su nacimiento?. Dicen que la memoria es hasta uterina; no tengo pruebas y lo que es más tampoco lo creo. Se que fui el mayor de siete hermanos, cinco hombres y dos mujeres. La prueba de los movimientos de mi familia directa, o sea mi padre y mi madre como primeros responsables, es que de esos siete hermanos sólo los cuatro primeros, dos hombres, una mujer, otro hombre, nacieron en Mérida. Los otros tres nacieron dos en Campeche –un hombre y una mujer– y el último en el Distrito Federal. En mi casa, a este último niño, como era el más chico, le decíamos Nené. Nunca hubiera pensado terminar viviendo en el Distrito Federal. Soy yucateco y siempre lo seré. ¡Tener un hermano guach (nativo del Distrito Federal)! Sin embargo antes que nada era mi hermano y siempre lo querré. Nació al día siguiente de mi quinceavo cumpleaños y en el Sanatorio Español en vez de que mi madre la cuidase o se ocupara del nacimiento la comadrona bajo cuya dirección nacimos todos los demás, incluidos los campechanos. Se llamaba Sara. Ella debe haber sido muy sabia porque el primer nacimiento recordado por mí fue el de mi hermana María del Mar, ocurrido en Lerma, pueblo de pescadores a ocho kilómetros de Campeche y donde venerábamos nosotros. Estábamos nadando, muy quitados de la pena, cuando alguien salió a anunciarnos: “Ya nació su hermana.”

Entonces ni mis hermanos ni ninguno de nuestros amigos sabían como nacían los niños y mucho menos cómo se hacían. La cuestión es que porque nació junto al mar mi pobre hermana lleva el inefable nombre de María del Mar. ¡Tantas cosas podría decir del mar de Campeche! Pero eso saldrá a la memoria después. Por lo pronto debo limitarme a imágenes: antes de tener memoria consciente, sucesiva, se poseen imágenes y aún antes de que aparezcan estas imágenes uno sólo puede limitarse a lo que le cuentan. He escuchado hablar de la dificultad de mi nacimiento, después de que mi madre perdió a su primer hijo, un varón nacido muerto, más bien habría que decir nonato. Mi tío, el doctor Carlos Casares, decidió, más exactamente, obedeció a la religión católica: “El hijo debe conservarse aunque la madre muera en el intento de parir.” Creo que mi padre no estaba de acuerdo con eso. Después de todo, no era católico, no era yucateco sino español y adoraba a mi madre. No obstante, después de tan negros augurios, el final fue feliz: un embarazo difícil, los eficaces auxilios de mi tío (tío materno, por supuesto), de Sarita y mi nacimiento. Mi padre y mi madre tenían un primogénito.

[…] Por parte de mi madre pertenezco a la Casta Divina. Para mí eso sólo quiere decir haber sido de buena familia. Cárdenas ex-propió la tierra, los hacendados sólo se quedaron con el casco y las máquinas de sus haciendas […] Mi padre, como ya dije, era español. Su cuñado tenía un almacén: La Casa Herrero. Huérfano, mi padre vivía con su hermana Maruja, bellísima y de la cual mi madre siempre tuvo celos, y su marido Eugenio Herrero. Cuando mi abuelo materno se enteró de que alguien no perteneciente a la Casta Divina enamoraba a mi madre dijo: “¿Qué pata puso ese huevo?” El caso es que mis padres se casaron, Casta Divina o no, y mi tío Fernando se casó con la hermana de mi padre. ¿Familia incestuosa? Para nada: familia de gente guapa cuyos miembros se enamoraban de los hermanos de los otros sin tener ningún parentesco. Mis primos por una parte en mi numerosa familia se apellidan Ponce García. Mi primo Manuel Barbachano Ponce se casó con mi prima Teresa Herrero García y así podría seguir ad infinitum.

La cuestión es que mis padres se fueron a vivir a Campeche para abrir ahí una sucursal de la Casa Herrero. Yo con ellos y mis hermanos, ya había nacido Carlos, cambié a Mérida por Campeche. Ahí vivíamos en el barrio de San Román. Todavía era muy chico y nunca tuve amigos campechanos. Mi hermana sí se hizo amiga de una vecina. De ella sólo recuerdo el gato amarillo de su propiedad que caminaba por las bardas de nuestras casas contiguas. También un cine al aire libre: el Cine Jardín. El mar era sucio, tranquilo como un lago y con amplias mareas. Muy pronto dejé Campeche para irme a vivir con mi abuela porque en Campeche no había escuelas católicas. Mi abuelo ya pasaba largas temporadas separado de ella, como buen Ponce, aunque nunca dejó de cumplir sus obligaciones económicas. Ya no vivíamos en la Villa Aurora, mi tío Manuel, mi tía Chabela y sus tres hijos se habían ido a La Habana. Mi abuela habitaba con su hermana, mi tía Dedé, una casa más grande que ninguna al final del Paseo Montejo. En esa casa había hasta caballerizas, sin caballos ya. Había garzas en el jardín. Muchos patios, bugambilias con serpientes venenosas la mayor parte, entre ellas, y una alberca en alto donde por la noche nadaban las serpientes. Yo iba, siempre fui durante toda la primaria y tres meses del primero de secundaria, al Colegio Montejo de los Hermanos Maristas. Soy un producto total de los Hermanos Maristas.

[…] En tanto, por motivos oscuros, mi padre había dejado La Casa Herrero y se dedicó a sacar chicle en Tenosique. Ahí tuvo una amante. Ya he hablado de los celos de mi madre. Un buen día, toda mi familia de Campeche, con excepción de mi padre, se presentó en Mérida. Terrible sorpresa. Los maristas me recomendaban rezar por mi padre. Él siguió a mi madre a Mérida. Se reconciliaron y ella puso como condición venirnos a vivir al Distrito Federal. Yo tenía
doce años. Ése fue mi destino. Sólo regresé a Mérida diez años después.”


– II –

Juan García Ponce es, sin duda, uno de los escritores latinoamericanos contemporáneos más relevantes. Su obra es de las más vastas y variadas de la literatura mexicana; su producción abarca cuento, novela, teatro, ensayo, traducción y guión cinematográfico. En su tarea artística siempre encuentra las hendiduras por las cuales se irán desplegando sus reflexiones sobre la identidad, el amor, la soledad, la muerte, la locura, el erotismo y el arte.

Su trayectoria intelectual lo destaca como uno de nuestros grandes creadores. Pertenece a la llamada Generación de la Casa del Lago y si bien declara que “todo eso de las generaciones es para los críticos”, también admite que “había un grupo: que pensaban lo mismo, que eran amigos entre sí, que se veían muy seguido —que era otra ciudad, otro mundo— y entonces sí se puede hablar de un grupo o generación, con actitudes semejantes y con las mismas aspiraciones. […] No es la fecha, no es un momento determinado, sino es la comunidad de intereses”.

La generación de García Ponce reúne a escritores que nacieron entre 1930 y 1935: Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, José de la Colina, Huberto Batis, Tomás Segovia, Julieta Campos, Sergio Pitol, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco y Salvador Elizondo, más tarde se les conocería como el Grupo de la Casa del Lago o de Medio Siglo porque es a partir de los años cincuenta que empiezan a conocerse sus publicaciones. Compartían afanes, lecturas, una concepción similar de la literatura y las mismas aspiraciones, siendo el papel de García Ponce medular dentro del grupo; Emmanuel Carballo se ha referido a él como el “director espiritual de su promoción”, Juan Vicente Melo manifestó que su obra es “la más rica e importante de la generación de los treinta”, y Daniel Goldin afirma que “pese a su heterodoxia esta generación destaca por un clasicismo profundo que es imposible soslayar. Y el lugar que García Ponce ocupa dentro de ella es indudablemente singular”.

Esta generación creció en un medio literario influido por tres destacadas situaciones: a) la presencia de la figura de Alfonso Reyes, b) la herencia substancial de sus antecesores, el grupo de los Contemporáneos, c) el aliento y estímulo del interés crítico de Octavio Paz. Su espacio cultural estaba teñido por la inquietud aún existente, del nacionalismo de unos (la novela de la Revolución mexicana) y el cosmopolitismo de otros (los que buscaban salir de esa temática local para crear temas urbanos o sencillamente diferentes a los ya trabajados). El pasado inmediato de esta generación está, pues, asentado en la literatura de la Revolución, grandes escritores como Rosario Castellanos, Juan Rulfo, Sergio Galindo, etc., contribuyeron a darle a la obra posrevolucionaria nuevos aspectos e identidad innovadora: sus concepciones del movimiento armado no eran ya propagandistas, sino cuestionadoras. La narrativa se encontraba en el inicio de una nueva época augurada, entre otros, por José Revueltas en los años cuarenta. Surgen entonces nuevas formas de narrar y con ello la consecutiva transformación estética. Los miembros de la Generación de la Casa del Lago producen un relato pleno de epifanías o revelaciones, de búsqueda de la imagen, de exploración sobre la complejidad de la naturaleza humana, de juego entre lo visible y lo oculto, de reflexión sobre los mecanismos del oficio de narrar, de intertextualidad y metaficción, de indagación del absoluto. Así se inicia una literatura propositiva de cambios en la percepción literaria nacional, es la voz de la literatura de la Onda, a través de escritores como Gustavo Sainz, Juan Tovar y José Agustín, la que expresa su interés por una literatura urbana y transgresora en cuanto al tema erótico, rompe con los tabúes existentes sobre la sexualidad.

En este periodo de los sesentas García Ponce está entregado no solamente a la narrativa, escribe también sobre crítica de arte, especialmente sobre la plástica nacional: la escuela muralista de José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, así como de las obras de Juan Soriano y Rufino Tamayo, entre muchos otros. Las exposiciones de pintura que tuvieron lugar en la Casa del Lago siendo consejero García Ponce fueron innumerables, de igual forma las puestas en escena de las obras de teatro de José Luis Ibáñez y Juan José Gurrola.

Dentro de esta significativa efervescencia cultural que se dio en México durante estos años, el papel de Juan García Ponce y la Generación de la Casa del Lago fue sobresaliente, esencialmente en su paso por Difusión Cultural de la unam que se encontraba coordinada por Jaime García Terrés: Juan García Ponce era jefe de redacción de la Revista de la Universidad, Tomás Segovia y Juan Vicente Melo dirigían la Casa del Lago, Inés Arredondo trabajaba en la Dirección de prensa, Juan José Gurrola presidía el teatro y la televisión universitarios, José de la Colina coordinaba los cines clubes y Huberto Batis tenía a su cargo la Dirección General de Publicaciones y de la Imprenta Universitaria. Es muy importante destacar la trascendencia que suscitó el gusto estético de García Ponce por escritores alemanes y franceses (presencias e influencias): Robert Musil, Thomas Mann, Rainer María Rilke, Herbert Marcuse, Herman Broch, Heimito Von Doderer, Pierre Klossowski, Georges Bataille y Maurice Blanchot; al lado de las traducciones que llevó a cabo de las obras de algunos de estos pensadores estuvo el darlos a conocer en la cultura mexicana. Sobre esta trascendencia hablan, por dar sólo algunos ejemplos, Elena Poniatowska en “Juan García Ponce o la inteligencia frente al sufrimiento” y José María Espinaza en “Los laberintos del espejo”:

Elena Poniatowska:

Juan García Ponce siempre fue sorpresivo. Se inició en la literatura acostado en un camión carguero que transportaba pacas de borra justamente de la fábrica de Elías Sourasky a la de su padre. Juan descargaba y cargaba las pacas de borra en compañía del machetero y luego se tiraba a leer encima de ellas, acostado, a Thomas Mann, a Herman Broch, a Robert Musil, de quien es el descubridor o por lo menos el revalorizador en México como lo es también de Pierre Klossowski.

José María Espinaza:

Juan García Ponce ha sido de los narradores de su generación el más prolífero […] Si ha sido un narrador prolífero no lo ha sido menos en su actividad como ensayista y como “descubridor” de fenómenos literarios. Sin ese trabajo infatigable es incomprensible la evolución de nuestra cultura en las últimas tres décadas. Discutibles al ser puestos sobre la mesa (y para eso fueron puestos), Klossowski, Bataille, Pavese, Musil y Mann, o algunas figuras de las artes plásticas, deben en gran parte su presencia a la curiosidad intelectual de García Ponce.

Asimismo, la actividad de García Ponce dentro de la tradición editorial mexicana es destacada: desde la Revista de la Universidad, donde trabajó como Secretario de redacción de 1958 a 1966, o de la Revista Mexicana de Literatura, de la que fue director de 1959 a 1965, hasta la fundación de la revista Diagonales, su participación constante en la revistaVuelta, han sido medios importantes para el ejercicio continuo de la crítica literaria y la plástica.

Sus obras han sido publicadas con cierta regularidad. Podríamos decir que en su universo narrativo se perciben tres etapas: la primera comprende de La noche e Imagen primera –sus primeros volúmenes de cuentos– a La presencia lejana. La segunda abarca de La Cabaña a El gato. Y el tercer periodo que agrupa las obras publicadas a partir de la década de los ochenta que inicia con Crónica de la Intervención y cierra con Cinco mujeres, su último volumen de cuentos publicado hasta ahora. La división parte de la observación de que sus primeras narraciones están escritas en tercera persona; poco después la influencia de Pavese lo lleva a escribir en primera persona y, posteriormente, hasta hoy el influjo de Musil lo impulsa a adoptar la tercera persona, a excepción de en De Anima, escrita en primera persona desde dos puntos de vista, gracias a los diarios íntimos intercalados de Paloma y Gilberto, los personajes de la novela, y Crónica de la intervención, donde la primera y la tercera personas se presentan alternativamente, dando lugar una variedad de voces que permea esta novela publicada en dos tomos.

Al igual que Klossowski, García Ponce desea encontrar cómplices adecuados para su obra. Esta idea de complicidad transita en su creación literaria a través de lo que él llama su ‘fascinación’ por escritores y pintores, y en general por el arte; fascinación que a la vez nos convierte a nosotros, como lectores, en cómplices de su obra y de su fascinación. En su narrativa, por ejemplo, hay intertextualidades irrebatibles con Robert Musil y Pierre Klossowski. De Musil, García Ponce no solamente acoge situaciones amatorias que se presentan en “La realización del amor” o en El hombre sin atributos, también toma nombres de sus personajes, como el de Regina en La presencia lejana en homenaje a la Regina de Los exaltados o el de Anselmo, de la misma novela, que hallamos en Crónica de la intervención e Imagen primera ; o el de Claudia en La cabaña, del de Claudine de El hombre sin atributos; de esta manera, adopta títulos para sus textos como el de su novela Unión, tomado de los relatos de Musil publicados bajo el nombre de Uniones, y el título del libro Cinco mujeres que hace alusión a Tres mujeres del autor austriaco. Eduardo, profesor de literatura en la novela El libro, da como lectura a sus estudiantes “La realización del amor” de Musil, cuento que seduce y une a los protagonistas a pesar de su inevitable separación al final del mismo.

El vínculo de algunos textos del escritor mexicano como De ánima, Crónica de la intervención (aunque esta monumental novela es su total homenaje a Musil) y “Rito”, con Las leyes de la hospitalidad de Pierre Klosowski (trilogía que reúne a Roberte, esta noche, La revocación del Edicto de Nantes y El apuntador) es evidente. Las leyes de la hospitalidad consisten en ofrecer la esposa a un tercero, un invitado que frente al esposo, que desempeña el papel de voyeur, posee sexualmente a la señora de la casa. Ella, siempre disponible, disfruta al saberse mirada, deseada, dueña de una belleza absoluta que proyecta a través de los movimientos de su cuerpo.

El contexto literario de la obra de García Ponce es muy amplio; de la misma manera que se encuentra a Musil y Klossowski, hallamos a Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Georges Bataille, Cesare Pavese, Maurice Blanchot, Marcel Proust, Rainer María Rilke, Thomas Mann y James Joyce, entre otros. Su literatura sistemáticamente despliega una serie de conceptos: la imagen, la mirada, la contemplación, lo disoluto y obsceno, el cuerpo, el universo de las apariencias; así como aquellos que se manifiestan a través de antítesis y contrasentidos: la ausencia y la presencia, lo visible y lo invisible, el sentimiento y la carnalidad, la identidad a través de su negación y la inocencia mediante la perversión, obsesiones que se repiten una y otra vez. El resultado de esta semiosis dinámica se presenta dentro de una red de relaciones cuya expansión instaura un mundo.

El pensamiento de García Ponce, pues, se empieza a conocer en una década muy importante para Latinoamérica. En México, se puede decir que la suma de varios sucesos le dieron una expresión nueva al país; fue el tiempo de la música de protesta, del pronunciamiento y el ímpetu de la juventud por los ideales socialistas a favor de un cambio de las estructuras sociales y un futuro igualitario. En el ámbito literario, tras la vigencia del existencialismo de los años cuarenta y cincuenta, surge un fenómeno singular conocido como la nueva novela, con modalidades o inclinaciones de superar el realismo testimonial que tendía a reproducir fielmente la realidad, de manera que todos los acontecimientos vividos (las dos guerras mundiales, la impresión aterradora de Hiroshima, la Revolución cubana, etc.) no podían ser sólo comentados, tenían que ser narrados, interpretados; así, Kafka, Broch, Musil, Proust, Joyce, Beckett, entre otros, lo hacen en Europa; Faulkner en Estados Unidos, como Rulfo, Arreola, Borges, Cortázar, después García Márquez entre otros, lo hacen en Latinoamérica. Todos estos notables creadores vigorizan el terreno para nuevas experiencias literarias, en México los escritores del grupo de la Casa del Lago buscan nuevos caminos estéticos, dejar atrás las tendencias nacionalistas al asumir un progresivo distanciamiento con los patrones realistas imperantes; se presenta, pues, una ruptura con la realidad circunstancial y sus producciones observan un propósito de universalidad. Arthur C. Danto, en su libro Después del fin del arte, manifiesta que en esta época “los artistas se libraron de la carga de la historia y fueron libres para hacer arte en cualquier sentido que desearan, o sin ningún propósito”, aunque la mayoría no dejó de asumir preocupaciones histórico-sociales en sus textos literarios.

Dentro de este contexto, muchos escritores y críticos han señalado que fue en torno a García Ponce que el Grupo trazó sus caminos. Leer a este escritor mexicano es siempre subyugante, en su obra hay un constante interés por temas y motivos alrededor de la mujer, del erotismo, de la mirada como trasmisora de pasión y deseo, del poder de la evocación, como también una reflexión sobre la escritura y el arte en la vida humana: eso sí, siempre enfrentado a las formas instituidas. Reconocido como creador e intelectual de referencia obligada en el panorama de la cultura mexicana de nuestro tiempo, su presencia en la vida artística y literaria de las últimas décadas resulta medular.

Christopher Domínguez escribe:

Ante él los críticos desfallecemos, pues a través de sus novelas, cuentos, ensayos, García Ponce lo ha dicho casi todo sobre sí mismo. Es el artista como héroe y el evidente de la mirada. Un pornógrafo al mismo tiempo que un pedagogo: nos enseñó a leer a Robert Musil, a Pierre Klossowski o a Georges Bataille para que tuviésemos las llaves de su propio reino milenario.
Elena Poniatowska apunta:

Pertenece a la generación de Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Huberto Batis, Isabel Freire, José de la Colina, Sergio Pitol. Mejor que todos Juan fue el arquetipo del escritor poseído a la manera de Rimbaud. Si para alguien la escritura es irresistible e irremediable es para Juan, que no nació para otra cosa que para escribir. Los demás pudieron ser diplomáticos, directores de suplementos, maestros; en cambio, la academia de Juan es su biblioteca.
La obra de García Ponce se caracteriza no sólo por su extensión, también por su intensidad. Su constante interrogación mediante el otro, ese otro con el que dialoga y evoca, como con Robert Musil, para él figura de cabecera y el escritor más grande del siglo XX:

Siempre recuerdo el comentario de Robert Musil, para mí el escritor más grande del siglo xx, viviendo en Suiza por la situación que crearon en Europa los nazis, al cumplir sesenta años: “El silencio es impresionante”.¡Qué injusto destino el de Musil! Unánimemente considerado en muchas lenguas y del cual se decidió en Alemania al terminar el siglo xx que el suyo era el mejor alemán del siglo. Pensar que murió a los sesenta y un años sin que las condiciones cambiaran y en cambio ahora se recogen, después que ni su esposa, a la que él adoraba, alcanzó a conocer su triunfo póstumo, todos los papeles inéditos basados hasta en los comentarios de su hijastra, que se fue con su madre a Estados Unidos, y que recuerda de pronto haber oído a su madre comentar la existencia de sus voluminosos diarios, escritos desde antes de que empezara el siglo xx. Se recoge como un valioso documento hasta un papel escondido en un abrigo de su madre, que está en el Museo Musil, en el que Musil comenta: “Sesenta años, sin c…” (la c significa coito). Hablo más de Musil que de mí: se debe a que lo considero infinitamente superior a mí, que en cambio he recibido múltiples reconocimientos en vida. ¡Ojalá mi gloria póstuma fuese como la de él! Pero lo dudo. Las dos cosas son para lamentarse: el haber ignorado a Musil en vida y el tener una actitud tan negativa sobre la manera en que tal vez me trate la posteridad.

Muchas afinidades temáticas existen entre García Ponce y Musil: la búsqueda del tiempo perdido, ese “arrebatar al olvido lo que nos pertenece, atrapar otra vez el vértigo de lo que hemos vivido, mirar hacia el pasado invisible para hacerlo transparente”; el amor y el éxtasis, la locura y la obsesión, lo contingente de la existencia, el subrayar la necesidad de hallar una nueva moral porque, como dijera Musil, “con la vieja no llegamos a ninguna parte”; la búsqueda de la naturaleza del carácter femenino, las paradojas existenciales, el estilo muchas veces irónico y la realidad entendida algo más de lo que podemos aprehender con los sentidos. Estas ocupaciones narrativas revelan, en uno y otro escritor, la presentación no sólo de un nuevo modo de escribir, sino la de una forma distinta de concebir la literatura, el arte. Para abarcar la afinidad entre García Ponce y Musil tomo las palabras que Blanchot expresa, en El libro que vendrá, para definir al segundo: “Hombre[s] enteramente moderno[s], dispuesto[s] a darlo todo a la literatura, pero también dispuesto[s] a ponerla al servicio de la conquista espiritual del mundo, a prestarle fines éticos, a proclamar que la expresión teórica del ensayo tiene en nuestros días más valor que la expresión estética”.

Por último, porque hablar sobre la relación García Ponce-Musil nunca se agotaría, el más caro homenaje que García Ponce ha hecho a Musil es “esa Summa Theologiae que brinda a la literatura hispanoamericana uno de sus libros capitales”: Crónica de la intervención, “hasta busqué que tuviera dos volúmenes en su publicación para imitarlo”, nos dice el escritor mexicano refiriéndose a El hombre sin atributos, novela que el autor austriaco nunca acabaría y “cuyo carácter –expresa García Ponce en El reino milenario– descansa en la necesidad de convertir en literatura la realidad, toda realidad, incluso la del autor, porque la realidad sólo puede encontrarse en la literatura, en el nuevo espacio y el nuevo tiempo con una forma y un orden propios que crea el arte”.

Estoy totalmente de acuerdo con Christopher Domínguez cuando expresa, en su Prólogo citado, que “el lector de García Ponce establece con su obra un pacto de amor que incluye la rabia y la indulgencia”; en lo particular, la “rabia” proviene de sentir que toda competencia es poca para penetrar a su universo literario como éste lo merece, no sólo por lo que en sí la calidad de la obra exige sino sobre todo por ese pacto de amor que se establece y que anima el compromiso con lo que se ama; por todo esto se pronuncia la “indulgencia” para una misma.

Magda Díaz y Morales