El sonido de la música llega hasta la sala. El invitado y Arturo esperan a Liliana sin hablar. Lo único que pueden hacer es esperarla a ella. Al entrar otra vez a la habitación, Liliana apaga al pasar la luz de la araña que prende del techo. Entre la conservadora seriedad de los muebles de la sala, del tipo de música que Liliana ha elegido para que los acompañe en una reunión más o menos formal es arbitrario. Pero ya todo es arbitrario. La distinguida forma de moverse de Liliana no ha cambiado; sin embargo, ella está envuelta por el sonido que llega del tocadiscos y se disimula a sí misma en él.
[…] –Vamos a bailar – le dice al invitado sin sonreír ya.
El invitado se vuelve un instante para mirar a Arturo; pero éste evita el encuentro con su mirada. Las decisiones le pertenecen a Liliana. El invitado se pone de pie. Liliana le ordenó a los sirvientes que se retiraran después de servir las primeras copas. Las tres figuras pueden confiar en la absoluta intimidad de la sala a media luz, pero el aspecto de la pareja solitaria entre los muebles no puede dejar de considerarse improcedente. Liliana baila con los ojos cerrados, perdida en sí misma y en sus propias sensaciones, sin renunciar a su distante elegancia al seguir el ritmo marcado, envolvente, de la música. Muy erguida, su cara se apoya primero en la del invitado y luego se refugia casi en su cuello. Liliana, que se adora a sí misma, tiene que hacerse adorar; pero en su carácter extravagante la escena es tan incongruente que no puede dejar de tomársele como una pura representación. Y en efecto, Liliana representa, adopta el papel de una Liliana cuya conducta no responde a lo que puede esperarse de ella; pero al representar no puede hacer más que exponerse a sí misma. Todo es provocación. De la exhibición se pasa al ofrecimiento y ella se entrega a la seriedad de su juego, alimentado al principio de lo que podría considerarse humor e ironía. Sin embargo, la representación ha abierto el camino: ahora todo está permitido. El invitado ya no disimula su deseo por Liliana y ella puede fingir que no le queda más remedio que aceptar sus avances, mientras su marido, el dueño de la casa, los mira sin moverse de su sillón. El espacio que la pareja y la mirada de Arturo establecen no existe en ningún lugar: es parte de un sueño prohibido y, simultáneamente, hace posible la realización de ese sueño. Pero su auténtico significado no se puede descifrar. Como todos los sueños sólo puede considerarse un suceso. Nadie puede verlo desde afuera. Para existir nada más cuenta con sus protagonistas y las acciones de éstos los niegan como lo que se supone que son fuera del sueño.
El brazo derecho del invitado ciñe a Liliana contra su pecho y su mano se extiende, ávida y casual, sobre la piel desnuda de la espalda de ella. La mano izquierda cubre la derecha de Liliana y logra muchas veces que el dorso roce el pezón que se marca cada vez más bajo el vestido. Hubo una época en que Liliana no hubiera sido capaz ni siquiera de imaginar que algo de lo que está ocurriendo fuera posible y sin embargo, su placer y la afirmación de sí misma a través de él se halla ahora en despertar ese deseo que, algún día, con la complicidad de Arturo en tanto depositario también del homenaje encerrado en ese deseo, descubrió como el indispensable alimento de su amor, el amor que le pertenece a los dos, a través de la fascinación y el deseo de los otros, los que están fuera de ese amor y sólo pueden verla a ella desde su independencia, transformándola a través del poder de sus acciones. Así pues, sigue ofreciéndose desde una pretendida irresponsabilidad ante todo lo que ocurre, como si el supuesto carácter indefenso de su actitud la obligara a ceder y bastara con querer tenerla para lograrlo. Pero Arturo que los mira y ella que reconoce sus sensaciones, las mismas que al despertarlas en los demás le despiertan a ella y de las que Arturo participa a través de la mirada, saben que el deseo no tiene dueño y siendo intercambiables sus corrientes encuentran siempre su meta. Los dedos de Liliana no han dejado de acariciar la nuca del invitado. En la media luz, la canción está cerca de terminar. Dueño de la justa precisión de sus gestos, Arturo se levanta. Al pasar junto a la pareja que tan impropiamente baila casi en el centro de la sala, Liliana aparta la mano del cuello del invitado y se la tiende a Arturo, con el dorso hacia arriba y los largos dedos apenas flexionados. La absoluta distinción de la mano de Liliana. La ha acompañado siempre como un signo de lo que no puede dejar de ser. Arturo besa esa mano.
–¿Adonde vas? –pregunta Liliana sin dejar de bailar.
–A buscar una copa –contesta Arturo
–Sírvenos a nosotros también –pide Liliana.