La máxima calidad a la que puede aspirar la mujer es convertirse en objeto. Como objeto no se pertenece ni siquiera a sí misma y, simultáneamente, está abierta al uso y la contemplación. Perdida toda identidad, transformada en un cuerpo sin dueño que se desplaza por la vida, entra al campo de lo sagrado y permite la aparición de lo divino: aquello que se puede percibir, que es susceptible de sentirse, pero nadie es capaz de poseer. Entonces, convertirse en objeto es renunciar a la identidad propia para ser como la vida: sin dueño. La mujer que es sólo su cuerpo no es de nadie. Pero, en nuestro tiempo, todas las ideologías pretenden adueñarse de la vida y encauzarla en vez de permitir que se viva a sí misma como la pura fuerza, el incesante despliegue que es. No es extraño, así, que la mujer se preste y se haya convertido en el motivo de una ideología más: el feminismo. Tampoco es contradictoria que en tanto pretexto de una forma de pensamiento, que pretende dignificarla en vez de dejarla existir como objeto, se convierta en motivo de una determinada crítica social y aspire a una igualdad innecesaria e ilusoria que inevitablemente resulta degradante. Aquello a lo que se la pretende igualar es inferior por su propio carácter a la ausencia de carácter que caracteriza a la mujer que se acepta como objeto. Sólo como objeto la mujer está en el centro de la vida y la existencia, ese centro que, convertido en inevitable punto de referencia, nos permite reconocer la vida, contemplarla y entrar en ella.