lainvitacionLa bata abierta dejaba ver por completo sus piernas desnudas. R. Rechazó el ofrecimiento y ella empezó a quitarse los tubos del pelo, dejándolos sobre la mesa y dándole continuamente pequeños tragos a su vaso, demasiado atenta a la operación para reparar en R. aunque la mirada de éste no se apartaba de ella mientras el hermoso pelo rubio, liberado de los tubos, iba enmarcando con una descuidada libertad, que acentuaba su belleza pero también la hacía ver más desarreglada, el firme dibujo de sus facciones y el grácil cuello. Luego, estiró las piernas y se miró los largos y delgados pies con las uñas pintadas.
—Soy una sucia —dijo. Debo lavarme. ¿No importa?
—No, no te preocupes por mí. Me gusta verte —dijo R.

Ella lo miró un instante, insegura, como si no supiera lo que debía esperar de R., y se puso de pie sin apartar de él los inquietos ojos interrogantes, que en ese momento le daban a su cara un carácter desvalido y casi infantil entre el vivo desorden del pelo.
—No entiendo lo que tú quieres. ¿Por qué eres aquí? —dijo.
—Por ti —contestó R.
—Pero yo no puedo tenerte, yo no soy, sólo… —empezó ella.
—No importa —la interrumpió R. sin moverse de su lugar en el sofá, mirándola de pie frente a él con una suplicante y desesperada intensidad.
La muchacha se acercó, extendió el brazo y le acarició el pelo.
—You are so sweet —dijo, pensativa y distante, sin apartar la mano del pelo de R., como si su mirada, casi compasiva en su intensa dulzura, necesitara ese contacto.

R. la tomó de la cintura con las dos manos, reconociendo su cuerpo desnudo bajo la delgada tela de la bata; acercó su cara a ese cuerpo sin que la muchacha se apartase ni quitara las manos de su pelo, la apoyó en los pechos y cerró los ojos, con la sensación de que entraba de nuevo a la noche sin límites que lo recibiera antes, fuera del tiempo y lejos de todo otra vez, como cuando se desprendía del conocido espacio de su cuarto para encontrar su cuerpo durante la enfermedad, sólo que ahora la muchacha era una realidad maravillosamente presente y sus manos seguían posadas en el pelo de él, acariciándolo apenas.

—Te quiero —murmuró R., sin dirigirse a la muchacha, sin esperar ser escuchado, consciente sólo de la fragilidad del cuerpo de ella entre sus manos y contra su cara y, como si saliera también de la muchacha, respirando el denso y fresco olor a menta que llenaba la sala.
—No, tu no debes decir así —dijo la muchacha, quitando las manos de la cabeza de R. y apartándose unos cuantos pasos.
R.Abrió los ojos y la vio de pie frente a él, sin dejar de mirarlo con un desconcertado asombro, como si no quisiera haber oído sus palabras y tampoco pudiera evitar que éstas, habiendo entrado ya en ella, le impidieran alejarse haciéndola ver contradictoriamente frágil, desamparada y bella en todo el descuidado aspecto de su figura, cubierta apenas por la bata y con el rizado pelo rubio cayendo suelto sobre su frente y su cuello, incapaz de pronto de actuar contra la voluntad de R. y confiada en ésta, esperando que él la ayudara a protegerse de algo que quizá sólo se encontraba en sí misma; pero él, teniéndola enfrente, inmóvil y distante, ofreciéndolo su desamparo, imprecisa como una aparición cuya misma irrealidad lo llevara a tener que tocarla, sin moverse del sofá inclinándose tan sólo hacia delante, deshizo el nudo delcinturón de la bata haciendo que se abriera y pasó muy despacio las manos por el cuerpo desnudo sin dejar de mirarla, como si ese cuerpo estuviera allí para él y fuera ajeno a la voluntad de la muchacha, hasta que ella, que se había dejado hacer sin moverse pero con los inciertos y enormes ojos interrogantes fijos en R., lo tomó de las muñecas apartando las manos de su cuerpo y se cruzó la bata, sin amarrarse el cinturón, conservándola cerrada con un brazo, manteniendo su actitud de debilidad y abandono.

—Yo debo arreglarme. Es tarde —dijo, insegura, buscando para sus palabras la aceptación de R. y se dio vuelta de inmediato, sin esperar su respuesta.
El la siguió al baño. La muchacha no trató de cerrarse la bata, pero, ignorando lapresencia de R., concentrada y distante, se sentó en la orilla de la tina, puso las piernas dentro de ella y empezó a lavarse los pies meticulosamente, con un cuidadoso placer. R. se acercó y le puso una mano en el hombro. Ella lo alzó y dobló la cabeza aprisionando con suavidad la mano entre el hombro y su cara, no como un gesto de afecto, sino como si tan sólo quisiera inmovilizar la mano mientras terminaba de lavarse. Luego se dio la vuelta y sacó las piernas de la tina.
—Tú dame la toalla, por favor —le dijo a R.
En vez de obedecerla, él tomó la toalla, se puso de rodillas frente a la muchacha y empezó a secarle los pies. Entonces, el mismo carácter desorbitado y absurdo de esa acción pareció paralizar la voluntad de los dos. Sentada en la orilla de la tina,manteniendo la bata cruzada sobre su cuerpo con el brazo, sin tratar de cubrirse las piernas, ella dejó que R. terminara de secarla como si estuvieran representando un papel en una ceremonia cuyo desarrollo les era dictado con absoluta precisión y fuera de la cual no existieran.

—¿Puedo quedarme todavía? —preguntó luego R., de rodillas frente a ella aún, y se dio cuenta de que no era la muchacha sino él quien debería contestar y sólo había hablado porque desde la rendida separación de ella necesitaba que alguien le dijese cuál debería ser su siguiente movimiento en ese espacio en el que ahora era protagonista y espectador al mismo tiempo, y nada más podía darle realidad a través de su conciencia al personaje que debería dirigirse hacia la muchacha, igual que cuando desde su sillón de enfermo su mirada hacía vivir la solitaria belleza del parque, libre de todo testigo en su indiferente quietud.