“La literatura es la crítica de la vida”, decía Matthew Arnold. En la segunda mitad del siglo XIX, esta afirmación suponía aún una confianza casi ilimitada en que la Razón había llegado a ser decisiva para el destino humano. Mediante la crítica de las líneas de conducta, la literatura, como todas las demás artes, como el pensamiento mismo, estaría al servicio del poder de iluminación de esa razón, por medio de la cual el hombre le daría forma a su propia existencia. Por otra parte, suponía también una interpretación de la literatura como valor moral fundamentalmente. Sólo en cuanto que la literatura nos lleve a encontrar mejores, más auténticas formas de vida se realiza como tal. Como todas las definiciones que pretenden ser absolutas, ésta enfrenta el riesgo de resultar incompleta. Es difícil pensar en la literatura, en el arte, exclusivamente en términos de una acción concreta para someterla a un juicio de valor, ignorando toda la parte de alto juego espiritual, de auténtico placer por la forma o por el mero hecho narrativo, en el caso de la novela, sin dejarnos fuera una parte de ella y quizá no la menos importante, incluso como expresión ética, además de estética. Hecha esta salvedad, la definición de Arnold sigue pareciéndonos en gran parte legítima. Todavía, en su reciente ensayo polémico contra Charles Show, F. R. Leváis señala que la pregunta que yace en el impulso creador que produce el gran arte es “¿para qué, para qué finalmente, con qué fin viven los hombres?” Pero añade que la pregunta funciona en lo que se refiere y dentro de lo que sólo puede llamar una profundidad religiosa de pensamiento y sentimiento. Y esta aclaración implica un importante cambio de perspectiva. En el paso de un siglo a otro, incluso en el transcurso del anterior, la fe en el poder de la razón se ha visto minada de una manera definitiva. El progreso que hacía esperar la revolución industrial ya no merece nuestra confianza absoluta y las nuevas formas de vida que engendró se revelan en muchas ocasiones como enemigas de esa razón a la luz de la cual nacieron. Entonces vuelve a plantearse la pregunta metafísica y con ella surge el problema de la nada.
En su ensayo sobre El narrador de la novela contemporánea, Theodor W. Adorno señala: “El momento antirrealista de la nueva novela, su dimensión metafísica, es en sí misma fruto de su objeto real: una sociedad en la que los hombres están desgarrados los unos de los otros y cada cual de sí mismo”. Y aclara que: “En la trascendencia estética (de esas novelas) se refleja el desencanto del mundo”. Por ahora, no nos interesa abundar en la interpretación sociológica de este problema. Nuestra mirada no está dirigida de la sociedad a la novela, sino hacia ésta como realidad. Y por otra parte, ya el mismo Adorno indica que esa “dimensión metafísica” es “fruto de su objeto real”. El novelista se encuentra frente a una única realidad dada y sólo puede partir de ella. Si esa trascendencia estética de la que habla Adorno es la respuesta al problema de la realidad en la mayor parte de las grandes novelas contemporáneas es precisamente porque no había, o no hay, otra solución a mano. Llegar a su significado profundo es muy fácil si repasamos obras tan significativas y tan características de nuestro tiempo como las de Thomas Mann o Marcel Proust. Para uno y otro, la respuesta final se halla en la misma forma. Sólo dentro del arte, en la verdad estética, nuestras vidas adquieren sentido y vencen al tiempo y a la muerte. Mann ha especificado esto desde el principio de su carrera, declarando que, para él, la estética era una especie de refugio y de respuesta ante las insalvables exigencias de la ética y toda su obra podría reducirse al intento de darle sentido a la vida como narración, trasladándola al terreno del mito. De ahí la importancia que tienen en ella como personaje ético, la figura del artista. Es él el que posee la única respuesta: la posición irónica frente al conocimiento trágico. La solución de Marcel, el protagonista de En busca del tiempo perdido, que al final de la novela decide recuperar su vida convirtiéndola en obra de arte, no difiere fundamentalmente de Mann.
Es imposible dudar de que tanto Mann como Proust estén ejerciendo en sus obras esa “crítica de la vida” que pedía Arnold. Su literatura, al igual que la de Hermann Broch o James Joyce y otros grandes autores contemporáneos, puede considerarse una literatura moral. Y es la posibilidad de encontrar otra respuesta ante el problema de la nada la que los obliga a detenerse en lo que podíamos llamar la dimensión estética, esa dimensión que acepta tácitamente, como señala Adorno, el “desencanto del mundo”. Uno de los más altos atributos de Robert Musil es que su obra intenta desarrollarse a partir de esta última avanzada del espíritu y busca una respuesta desde más allá de ella. En este sentido, podemos afirmar que Musil da un paso adelante –o al menos, intenta darlo.
La intención última de la obra de Musil, cuya suma y culminación es la monumental novela El hombre sin cualidades, que absorbe y encierra todas sus demás creaciones sin despojarlas de su valor independiente, está ligada a esa búsqueda de un sentido para la vida de los hombres de la que habla Leavis. En sus cuadernos de notas y en la misma novela Musil lo afirma con absoluta claridad. “Expongo mi caso —dice en uno de sus cuadernos—, aunque sé que sólo es parte de la verdad, y lo expondría igualmente si supiera que era falso, porque ciertos errores son estaciones en el camino de la verdad”. Y en el transcurso de la novela, Ulrich, su protagonista, piensa que “sólo hay una pregunta que realmente merece pensarse, y esa pregunta es cuál es la vida auténtica”.