casaplayaEntre las cartas que encontré en mi cuarto esa misma noche, además de las tres de Pedro, que casi no leí, había una de mi madre en la que mi hermano mayor había agregado unas líneas al final para contarme que Héctor se había casado y hacerme una broma sobre cómo dejaba ir mis oportunidades. No me importó nada. Todo eso parecía no haberme pasado a mí, sino a otra persona en la que apenas me reconocía. Desvestida ya y con la luz apagada, mirando por la ventana hacia la oscuridad del mar, del que sólo me llegaba su rítmico golpear, recordé de pronto que me había olvidado de preguntarle a Rafael por qué no se había acercado a hablarme cuando pasó frente a la casa por la tarde y, más que ninguna otra cosa, la absurda necesidad de hacerle esa pregunta aumentó mi impaciencia para que llegara el día siguiente y pudiera verlo de nuevo, como si toda la relación dependiera de esa pregunta, aunque comprendía que ahora no tenía importancia. Me dormí segura de que sería lo primero que le diría al verlo, pero, contra lo que esperaba, él no apareció hasta después del mediodía y, para entonces, la urgencia que sentí durante la noche había desaparecido y tenía tantas cosas que decirle que me olvidé de la pregunta.

Por la mañana, al bajar me sorprendió no encontrar a Marta con los niños, a pesar de que era muy tarde. Mientras me servía el desayuno la nana me contó que Marta había estado esperando a Eduardo toda la noche y sólo se fue a dormir cuando ella bajó con los niños. Eduardo no había llegado todavía.
—Pobre señora. No sé por qué hace eso don Eduardo ¿verdad? —comentó la nana moviendo la cabeza.
—¿Dónde estará a estas horas, sin dormir?

Yo podía imaginármelo menos que ella. Le dije que se lo preguntaría al señor Rafael apenas volviera, sólo para mencionar su nombre, y subí a mi cuarto otra vez a ponerme el traje de baño. Antes de bajar, me detuve un momento frente a la puerta del cuarto de Marta y Eduardo, tratando de escuchar algún ruido que me revelara que ella estaba despierta y dudando sobre si debería entrar a hablarle, pero al fin decidí que era mejor esperar. Me senté en la sala a ponerme aceite y los niños se acercaron a mí. Detrás de ellos apareció la nana, que me preguntó si no iba a sacarlos a la playa. Le dije que sí y, mientras ella subía a cambiarlos, abrí las cortinas, segura de que vería llegar a Rafael de un momento a otro.

La playa estaba llena de sombrillas y parecía haber más gente que nunca. Las lanchas con esquiadores se cruzaban por todas partes, los niños jugaban en la orilla y más allá, el mar se veía lleno de cabezas que flotaban sobre las suaves olas. El aspecto alegre y luminoso de la mañana me hizo recordar las cosas que habían pasado la noche anterior. De alguna manera, los padres de Eduardo ya no tenían lugar aquí. Aunque la tranquilidad y el silencio de la casa parecían corresponder al de todas las mañanas de domingo, tenía la sensación de algo opresivo que rompía el orden establecido. Molesta, me fui a buscar cigarros al refrigerador. La cocinera estaba limpiando pescados sobre la mesa y sonrió al verme entrar, pero no me dirigió la palabra. Cuando regresé a la sala, la nana estaba ahí otra vez con los niños. Tomé mi toalla y un libro, aunque sabía que no iba a poder leer, y salí con ellos, preguntándome qué habría pasado con Rafael.

La nana siguió a los niños que corrieron enseguida hacia el mar y yo me quedé cerca de la terraza, acostada sobre la arena, sin poder apartar la vista de la casa de Celia y Lorenzo. Algunos conocidos me saludaron desde lejos, pero nadie se acercó a hablarme y tuve la absurda sensación de que no querían hacerme preguntas sobre Marta y Eduardo. Me tendí boca abajo y abrí el libro, pero un momento después, cansada de pasar las páginas sobre las que brillaba el sol sin entender nada, me acerqué a jugar con los niños. Eduardito empezó a preguntar dónde estaba su mamá y se puso a llorar cuando intenté meterlo al agua. Lo dejé con la nana y me alejé nadando. El agua estaba tibia, pero había demasiada gente a mi alrededor. Al salir, vi a Lorenzo caminando hacia mí.

—¿Qué tal la cruda? —dijo
Traía puesta una camisa que le tapaba por completo el traje de baño.
—Muy bien —dije apartándome el pelo de la frente para no tener que mirarlo—. ¿Y Celia?
—Se fue a vestir a los niños. Ahora regresa —contestó—. ¿Cómo está el agua?
—Deliciosa. Como siempre —dije sintiendo que su mirada me molestaba.
Empecé a caminar hacia el lugar donde estaba mi toalla y él me siguió. Se sentó a mi lado, sin hablar, con una actitud que parecía indicar que tenía que decirme algo, pero no sabía cómo empezar.
—¿Todavía no ha llegado Eduardo? —dijo al fin.
—No. ¿Sabes a dónde fue? —contesté, terminando de secarme y tapándome las piernas con la toalla.
—Me imagino que a Progreso. O, tal vez, hasta México. Rafael regresó después de dejarte y se fueron juntos.
La sorpresa me obligó a quedarme callada un momento.
—¿Y tampoco ha regresado Rafael? —pregunté luego, tratando de parecer casual.
—No, tampoco —dijo Lorenzo.
—¿No les habrá pasado algo?
Se rió.
—Qué va! Siempre hacen lo mismo. Eduardo estaba muy borracho, pero Rafael no. Si hubiera pasado algo ya lo sabríamos. Y Marta, ¿cómo está?, ¿muy enojada?
—Está durmiendo. Creo que espero a Eduardo hasta que amaneció.
Lorenzo se quedó callado.