La puerta estaba ligeramente hinchada y le costó trabajo vencer su resistencia, pero en el interior, la estancia, con las cortinas corridas, iluminada sólo por la luz que entraba a través de la puerta entreabierta, recortando la figura de Claudia que se quedó bajo el dintel sosteniendo la hoja con la mano, todo estaba en perfecto orden, quieto y silencioso, sumergido en sí mismo, inmóvil, inmutable, como si tuviera una vida propia que hubiera seguido desarrollándose durante la ausencia de ellos sin que el tiempo se saliera, permaneciendo en un eterno instante que jamás llegaba a precipitarse en el siguiente; sólo cuando Claudia cerró la puerta tras de sí y atravesando la callada penumbra se dirigió a abrir las cortinas, se dio cuenta, bajo la tenue claridad que dejaban entrar las ventanas, de que todos los objetos estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo sobre la que la luz parecía detenerse como si temiera removerla y junto con ese descubrimiento, denso y al mismo tiempo impalpable, la envolvió un tenue olor a cerrado, a aire muerto, que parecía salir del mismo polvo y el carácter del tiempo petrificado en el interior de la cabaña empezó a mostrar su verdadera ausencia de vida. Sin embargo, Claudia no se sintió afectada por ella. Todo era demasiado conocido y la llamaba con una voz íntima y persuasiva que no necesitaba mostrar su verdadera naturaleza y, a través de las ventanas, como si ella les hubiera abierto el paso, los pinos hacían jugar la luz con un ritmo reconocible en su suavidad y su delicadeza, consiguiendo que la estancia se cerrara alrededor de Claudia como si fuera ella y no el abandono la que determinara su verdadero carácter. Claudia abrió las ventanas, haciendo que el aire fresco entrara como un chorro de agua transparente, alejando el olor a cerrado, y volvió a sentir que tenía hambre. Regresó al coche a buscar la bolsa con sándwiches que había traído consigo y se sentó a comerlos en el piso, apoyando la espalda en el sofá de madera, con la sensación de que antes de empezar a sentir nada tenía que satisfacer esa hambre.
Mientras masticaba lentamente, dejando los papeles que envolvían los sándwiches a su lado, le pareció que el día era extraordinariamente largo y en vez de haber estado avanzando por él había pasado una y otra vez por el mismo momento, yendo tan sólo de un espacio a otro, sin que el tiempo lo tocara, y ahora la luz, tamizada por las ramas de los pinos que atravesaban la ventana cubierta de polvo como un movible tejido que se extendiera en el aire creando un continuo reflejo de fulgores verdes, contribuía a aumentar esa sensación desde la que la cabaña parecía rodearla como un entrañable ámbito protector, animado por su presencia, que rompía y transformaba la naturaleza del tiempo muerto, cercado por la estancia y que el polvo trataba de mostrar, sin que éste se pusiera en movimiento. Protegida así por la cabaña de sus propios temores, sólo era consciente del sabor de la comida y de que, de pronto, tenía sed. Dejó la bolsa y los papeles arrugados sobre el piso rodeando el lugar en que había estado sentada, y se dirigió a la estrecha cocina a buscar agua. Al abrir la llave del lavadero ésta dejo escapar un sonido hueco, como un triste lamento, antes de dejar caer primero un débil hilo de agua amarillenta y luego el grueso chorro límpido. Claudia lo dejó correr un momento, mirándolo fascinada sin saber por qué, con la brusca sensación de que se había abierto paso desde el pasado después de vencer un grave obstáculo, aunque sin reconocer exactamente ese sentimiento. Luego, al abrir el armario puesto sobre el lavadero para sacar un vaso, vio sorprendida que en él había varias latas y dos pomos de vidrio con café. Sólo entonces regresó hasta ella, inesperado y violento, como si se hubiera abierto paso igual que el agua en la llave, la memoria del último día que estuvo en la cabaña con su marido y su hijo unos pocos días antes de que él saliera de viaje y el recuerdo trajo consigo toda la conciencia del dolor y de la separación dejándola sola con su vida en un espacio muerto frente a la imagen de su marido acostado en la cama sobre la manta a cuadros verdes y grises con su hijo encima, sosteniéndolo en el aire con los brazos, tal como ella los viera al salir de la cocina con el café que él le había pedido al regresar de uno de sus largos paseos solitarios por el bosque, sin poder ir más allá de esa imagen, capaz sólo de recordar junto con ella a su marido volviéndose a decir adiós con el gesto impreciso, que no se dirigía a ningún lado ante la imposibilidad de encontrarla, en la escalerilla del avión.
Tomó mecánicamente una olla, la llenó de agua y la puso en la estufa para hacer café, entrando y saliendo de la estancia para buscar cerillos en su bolsa y prender los pilotos como si ésta hubiera perdido todo el poder de reconocimiento que le entregara al principio y tan sólo fuese capaz de mostrarle su espacio muerto y silencioso. Luego se quedó mirando fijamente el agua mientras esperaba que hirviera, repitiéndose una y otra vez que no debería haber venido sola, pero sin poder imaginar tampoco quien podía haberla acompañado y cuando hubo preparado el café regresó a la estancia con la sensación de que, sin poderlo evitar, cada uno de sus movimientos repetía otro anterior que no deseaba recordar. Se sentó en el sofá, sacudiendo instintivamente el polvo que cubría el brazo de madera antes de poner en él la taza y se dio cuenta de que sobre la mesa de enfrente estaba todavía una cajetilla de los cigarros que fumaba su marido.