formaimaEl camino hacia la materia

Todo intento de definir una obra de arte en términos directos nos enfrenta al problema de la diferencia de lenguajes. En sí, el arte es ya una respuesta, se contiene a sí mismo, nos está dando una imagen completa y acabada que en el más alto sentido no necesita mayor elucidación. Al tratar de separar, de desmenuzar esa unidad, buscando explicarla por la suma de sus partes, nos invade la sensación de que estamos destruyendo precisamente lo que la hace posible y en cambio no logramos proyectar la emoción que la obra como tal nos produce. La verdadera obra de arte no es una suma de elementos formales ordenados de la manera más adecuada para que alcancen la expresión o, por lo menos, no es solamente eso. Lo que la hace posible es algo que nace como resultado de esa paciente o instintiva labor de ordenación; es la presencia del espíritu, la capacidad de esas formas para llevarnos a un más allá contenido en ellas mismas y revelárnoslo.

Ante la obra de Vicente Rojo, yo he tratado vanamente de explicarme y definir el sentido último de sus cuadros, buscando quizá una justificación para mi propia pasión por ellos. La pintura de Vicente Rojo tiene esa difícil característica de las obras ciertamente importantes: a primera vista parece entregarse al espectador casi con demasiada facilidad. Tanto sus cuadros figurativos como sus posteriores creaciones abstractas parecen hablarnos un lenguaje plástico directo, inmediato. En ellos, el color, las formas, tienen una calidad evidente, afirman con sorprendente claridad un oficio seguro y paciente, nos ponen de inmediato ante la realidad de una pintura que antes que nada lo es verdaderamente. Pero estas obras nos enfrentan también a la realidad de un proceso no meramente formal, sino sobre todo interior; nos hablan de un camino cuya trayectoria es indispensable aclarar.

En sus Estudios de estética, Samuel Ramos define la esencia del conflicto entre clasicismo y romanticismo en los siguientes términos: “Los clásicos sostenían que el artista debía esconder su alma tras de una obra hecha de forma pura. Eran ‘orfebristas’ amantes del estilo lapidario. Los románticos, al contrario, descuidaban la forma, para buscar tan sólo la efusión espontánea y violenta de sus propios estados de ánimo. Mientras que los primeros evitaban hablar de sí mismos, los segundos se vivían exhibiendo sus propios yo… Unos tendían a la representación y otros al sentimiento”. En las obras de Vicente Rojo, esa tendencia clásica hacia la pura representación se encuentra desde un principio; incluso en aquellos cuadros figurativos que intentan encerrar alguna anécdota, ésta se encuentra despojada casi por completo de todos sus atributos emocionales para dejarnos con su sola imagen. Rojo parece estar buscando siempre en ellos otra cosa, un elemento que no podía encontrarse en la repercusión sentimental de la figura. De este modo, su paso hacia formas más puras en las que nada los distrajera de la búsqueda esencial nos parece ahora no sólo natural, sino necesario. Por temperamento, por fidelidad a sí mismo y a su concepción del mundo tal como se la dictaba su intuición de artista antes que cualquier otro orden exterior, el pintor ha renunciado, así, desde el primer momento, a toda expresión personal, romántica, para buscarla en cambio en la realidad de las formas. El paso de la figuración al abstraccionismo en él no puede interpretarse por esto como evolución formal de un estilo a otro, sino como el resultado del propósito de alcanzar una mayor claridad.