Escribir ensayos es quizá una manera de evitar o retrasar el momento de escribir. En la forma del ensayo la palabra tiende un puente hacia otras palabras que la esperan en la orilla opuesta y esta seguridad es al mismo tiempo un descanso y una incitación. Descanso porque se tiene el conocimiento de que el movimiento del lenguaje cuenta con un apoyo seguro al buscar su meta; incitación porque ese apoyo, que es la obra de la que estamos hablando, la obra de la que el ensayo extraerá su forma, nos abre la posibilidad de tocar esa meta; incitación porque ese apoyo, que es la obra de la que estamos hablando, la obra de la que el ensayo extraerá su forma, nos abre la posibilidad de tocar esa meta, que no es otra que la incierta realidad que la literatura nos parece capaz de tocar; pero que ahora se presenta sostenida por la realidad que ella misma ha creado en vez de lanzar nuestras palabras hacia lo desconocido como cuando partimos en su búsqueda sin más seguridad que la que su propio despliegue va creando. En este sentido, el ensayo es una forma de creación que nos habla también de la angustia de la creación cuando ésta, como ocurre hoy, busca su respuesta en el propio acto; pero lo hace de una manera indirecta. En él celebramos desde el principio la existencia de la forma misma de arte en cuyo examen encuentra su fin. Sin embargo, este examen no es siempre un fin absoluto, porque también el ensayo aspira a constituirse en una forma que se asume a esa textura, esa red de alusiones abiertas creada por la literatura mediante la palabra que, al decirse de sí misma, se convierte en el fundamento, alimenta y hace posible la imagen en que se abre y se muestra la realidad. Y así, con él, contribuimos a extender y afirmar el campo en el que encuentra refugio la creación pura, aquélla que parte en busca de su propio objeto confiada sólo en sí misma.
Ésta es la fe dentro de la que fueron escritos los ensayos que forman este libro. Todos ellos giran alrededor de la figura y la obra de Robert Musil. Su meta, sin embargo, no es sólo esa obra, sino la literatura e incluso, más allá de ella, el sentido que Musil encuentra en crear la suya, un sentido que nace de la literatura misma, que la literatura hace posible y que, al mismo tiempo le da valor y sentido a ella. Julio Cortázar ha hablado alguna vez de su admirado reconocimiento por escritores como Thomas Mann o William Faulkner, los escritores capaces de crear con su obra todo un mundo, y de su fascinación por Crevel o Jacques Vaché, los buscadores de absoluto, “capaces de tirarse de cabeza contra la pared”. En Robert Musil se unen esas dos categorías. Su obra participa del aliento épico, con todas sus vastas exigencias de composición y estructura, con toda su necesidad de hacer vivir a los personajes y desplazarlos en el tiempo sobre un marco histórico determinado, y del gesto rebelde y resuelto que lleva a sacrificar todo orden formal, toda verdad estética a las exigencias de absoluto. En los veinticinco años que nos separan de la muerte de Musil y con ella, y sólo con ella, del final de su tarea creadora, la importancia, el lugar decisivo de su obra como ejemplo determinante en el espacio literario no sólo no ha disminuido sino que se muestra cada vez como un punto límite al que hay que llegar antes de poder empezar siquiera a pensar en partir. Una admiración y una fascinación semejante a aquéllas de las que habla Julio Cortázar son los únicos motivos que me pusieron en el camino este libro, haciéndomelo necesario. Es por esto, antes que nada, el resultado de mi relación con la obra de Musil como experiencia vital y literaria, y quiere, si es posible, comunicar mi pasión por ella, no sólo a través de la adhesión, sino también del análisis y el juicio crítico. En este sentido, podría decirse que es un libro que sale de la literatura y se dirige a la literatura, reconociendo y buscando sólo lo que ésta es capaz de entregarnos con un dominio con leyes propias y que se construye continuamente a sí mismo. Sin embargo, espero haber logrado mostrar que, incluso dentro de este movimiento cerrado, la literatura, al mostrar una de las imágenes posibles del destino humano, no sólo muestra sino que también actúa sobre la realidad.
Por otra parte, se que dentro de la disposición natural a la abertura que saca a toda obra de arte de la historia, la obra posee no uno sino varios sentidos y esa pluralidad de sentidos es la que determina su valor como lenguaje. He tratado que esa variedad no se vea reducida dentro del marco de una sola interpretación y este propósito es el que explica la forma del libro. Quizá ya sólo deba agregar sobre él, que el epígrafe que lo encabeza no ha salido de mis lecturas de De Quincey, sino de las de Borges.
México, D.F., diciembre de 1967.