lashuellas1El erotismo y sus polos inevitables, amor y odio, han contaminado desde siempre la pintura con su impureza vital y sus laberintos psicológicos. Podemos encontrarlo en la roja celebración fálica de los muros de Pompeya en una de sus manifestaciones más directas, como prueba de las tendencias paganas a la orgía y al desorden dionisiaco que se celebra también en la decoración de tantos vasos griegos, pero no deja de disimularse hipócritamente en la ambigua maternidad grávida de muchas vírgenes de los primitivos flamencos. Durante la Edad Media se confunde con las macabras celebraciones de la Danza de la Muerte; asoma la cara entre cadáveres y diablos haciendo gozar con sus torturas y sufrir con sus goces a justos y condenados en las apocalípticas visiones del Gran Final cristiano que obsesionan a Hieronymus Bosch y toma como pretexto a la Biblia para reaparecer triunfante en los primeros desnudos que utilizan la figura de Eva en Van Eyck, Memling o Bouts. Con Lucas Cranach el mito bíblico se inficiona ya de psicología. Eva puede ser también Venus y ésta se toca con velos, collares y sombreros sugestivos en los que la pureza del desnudo se corrompe para dejar entrar el sabroso condimento de la perversidad. La mujer ya no sólo tienta con la manzana sino también con la provocativa acentuación de sus encantos y el mismo Cranach pone a su lado a las tradicionales víctimas de esos encantos, desde Paris y San Juan Bautista, cuya cabeza-trofeo Salomé muestra orgullosamente en la bandeja, unificado con el Holofernes al que victimó Judith, hasta los viejos lúbricos con la mirada vidriosa y la mano perdida tras los mantos que cubren el pecho de las inocentes jóvenes que sin mirarlos siquiera los tientan y aceptan sus tortuosas caricias a cambio tal vez de algunas monedas. En la seductora crueldad de esas mujeres avispadas y abismales aparece ya la vengativa respuesta del artista ante su inevitable sumisión al inquietante poder demoniaco de la belleza femenina. Sin embargo, la unión entre crueldad y belleza se disuelve en la gozosa celebración apenas disimuladamente pagana del Renacimiento. Los hombres mujeres y las mujeres hombres de Leonardo, con sus inciertas sonrisas, nos hablan de la confusión de los sexos; pero Tiziano deja ya que la mano de su hija, convertida en Dánae, se pierda en su sexo mientras la lluvia de monedas de oro en las que se encierra Zeus la fecunda en una abierta representación del antiguo acto. En él, como en Giorgione, el Veronés, Tintoretto, la mitología pagana y la bíblica se confunden en una continua búsqueda de pretextos para celebrar el desnudo femenino. Se multiplican las Venus y todos quieren participar con los viejos en la cómplice revelación de los encantos de Susana. Poussin no puede resistir representar abiertamente al voyeur que se encuentra detrás de cada pintor mostrándolo en el momento en que espía a una pareja que hace el amor. Sin mostrarse, Rembrandt dibuja directamente esa pareja. Más adelante, los pintores franceses de la Escuela de Fontainebleu encontrarán también un magnífico pretexto en Diana o Minerva para desnudar a las damas de la corte y muy pronto, en su precipitación sexual, Boucher y Fragonard se olvidan incluso de recurrir a la mitología y muestran directamente las aventuras galantes. El negro catolicismo de su país, iluminado sólo por las llamas de los Actos de Fe, veda a los pintores españoles el acceso a la sensualidad del desnudo; esta sensualidad se ve obligada a manifestarse en los suntuosos mantos de las santas y santos de Zurbarán y estalla en la supuesta objetividad con que Velázquez adora en secreto la interminable espalda y las ceñidas nalgas de su Venus; pero ya Goya viste y desviste a la duquesa de Alba sin que jamás sepamos qué operación se realizó primero y, finalmente, con vengativa crueldad la hace montar sobre una escoba convertida en todas sus horrorosas brujas. Antes, el Greco había sublimado sus impulsos eróticos convirtiéndolos en el delicuescente misticismo que transforma la forma de sus figuras y en la espiritualización que convierte en llama el cuerpo de sus Cristos y los desnudos masculinos de la visión apocalíptica de san Juan. Sajones al fin y al cabo, Gainsborough y Reynolds se conforman con insinuar la aparición de los senos entre los velos de sus lánguidos retratos de lánguidas damas inglesas, dejando la liberación de sus instintos para la persecución de la zorra en el viril deporte de la caza. Igualmente David se solaza con los senos que hicieron famoso al Imperio más allá de toda hazaña bélica. A pesar suyo, Ingres no logra que la carne se convierta en mármol y muestra sus insinuantes reflejos en el trazo de la larga curva de la espalda, las nalgas y el entrevisto seno de su musa. Delacroix la expone pornográficamente en sus visiones de serrallos antes de que las uríes sean apuñaladas y Corot deja que su pincel se detenga en ella con mayor delectación que en sus neblinosos paisajes, abriendo el paso para que Manet, ya en plenas vísperas del impresionismo, hiciera patente la seducción de la desnudez provocando la justa indignación de un público cuya decencia no podía permitirle la contemplación del Déjeuner sur l’herbe. Pero de todas maneras los límites se han roto y más vale ceder a las tentaciones que nos ofrecen, si no se quiere renunciar a la posibilidad de cultura que abre el arte, Renoir, Monet y sus demás compinches, aunque, en seguida, Cézanne contemple desde lejos, pero con ojos ávidos, a su moderna Olimpia. Para contrarrestar esa distancia, Toulouse-Lautrec demostrará que el agradecimiento por los favores recibidos puede hacer bella la fealdad sin tener que disimularla en sus múltiples celebraciones de la variada vida cotidiana de los burdeles. Guiados por todas esas representaciones, entramos a nuestro tiempo bajo la inevitable sombra de las negras revelaciones de Freud y las exigencias que el mismo desarrollo del arte impone sobre la forma.