cincomujeresEra otoño. Así empieza su primer cuento un escritor. Estas líneas comienzan en la misma época del año. Pueden o no ser una ficción. ¿Hay alguna diferencia? La palabra escrita le da a todo la verdad creada por lo escrito.

El jardín contemplado detenida, cuidadosa, minuciosamente por un personaje llamado Jaime tenía un carácter melancólico. Al menos eso le había comentado una amiga un poco antes: “Tu jardín tiene un aspecto melancólico”. Jaime no estaba seguro de que su jardín le gustara porque sólo porque tenía un aspecto melancólico. Con excepción de cuando llovía en los momentos más inesperados, con abundancia de rayos y truenos, pasaba mucho tiempo en ese jardín durante todas las estaciones del año. Entonces, a veces, cuando no era muy fuerte, lo melancólico era la lluvia resbalando sobre los troncos de los árboles, vista desde una ventana-puerta para Jaime.

No era un jardín muy grande, pero aumentaba su tamaño y para Jaime también su encanto, el hecho de estar cerrado por una antigua y baja barda de adobe. Esa barda era el único sobreviviente de la casa anterior, toda ella de adobe también. El dueño de la casa de atrás no era amigo de Jaime, sólo conocido. Sin embargo, su agrado por esa barda y su generosidad cuando Jaime se cambió construyendo una casa más o menos moderna en vez de la antigua de adobe, lo habían llevado a quitar al cabo de algún tiempo la tela de alambre cubierta de hiedra colocada al mandar construir Jaime su casa. Así él podía agrandar el tamaño de su jardín uniéndolo imaginariamente a los de las tres casas vecinas vistos con entera libertad. No podía ver el piso ni las flores, pero sí los árboles y fragmentos de las casas pintadas de blanco como la suya y cuyas chimeneas dejaban escapar una delgada columna de humo durante el invierno cuando el cielo estaba muy diáfano y todavía no anochecía. También se veían las copas de los árboles de las casas indistinguibles de al lado. Era como vivir fuera de la ciudad.

Las jacarandas, muy grandes en dos de esos jardines, perdían las hojas en otoño, podían verse las delgadas ramas de sus copas y cómo empezaban a florecer antes de la primavera. Ni los pinos ni los rectos y oscuros cipreses perdían las hojas. En la actualidad Jaime no estaba escribiendo nada y tenía mucho tiempo libre. Sus hijos, mayores y casados, vivían fuera y la que fuese su mujer se separó de él mucho antes y se había casado de nuevo. Jaime veía de vez en cuando a la nueva pareja y recordaba mucho a sus hijos, siempre en presente. Es la ventaja de la memoria sobre la mera realidad: el recuerdo se mantiene siempre en presente. Ya lo dice Proust: “No se pueden poner en la realidad los cuadros de la memoria”. Una cita muy favorecida por Jaime, quien estaba convencido de su verdad. Por algo, para recuperar el tiempo, Proust se tiene que salir del tiempo y dedicarse a escribir su novela.

Visitaba muy poca gente a Jaime a pesar de que contaba con una cocinera espléndida y podía conversar de una manera casi tan atractiva como lo era la comida de su casa. Él decía: las enormes distancias de la ciudad; pero varios de sus amigos habían muerto y otros vivían fuera. Jaime no pensaba en eso, sólo no estaba seguro de tener razón. Quizá no estaba seguro de nada. Esta inseguridad abarcaba las horas realizadas. Por fortuna, gozaba mucho de la contemplación. Además de admirar su jardín y los jardines adyacentes visitaba muchas galerías y museos y hasta de vez en cuando iba al cine. También leía sin descanso. Las obras de arte, en los libros, en los cuadros, en las esculturas, pueden tener un pasado siempre presente. En este momento, Jaime estaba haciendo las tres cosas: interrumpía la lectura para recordar y ver. Había dejado el relato de Meter Handke que estaba leyendo e imitando al relato, un relato que se basaba en la contemplación en su carácter esencialmente descriptivo, veía su jardín y al contemplar recordaba.

El jardín era un jardín trasero. Jaime estaba sentado en un cómodo sillón negro colocado sobre la breve terraza. El sillón había sido sacado de la sala; la terraza era de mosaicos rojos. En el jardín había, en el extremo derecho para la posición de Jaime, una alta bugambilia a lo largo de tres pisos gracias a que su vecino, por ese lado, era pintor y tenía un estudio ocupando casi todo el tercer piso de su casa. Este pintor era amigo de Jaime, pero su mujer evitaba las visitas debido a la mutua y desmedida afición a la bebida del pintor y de Jaime. Más allá de la bugambilia, lo separaba de esa otra casa, con chimenea también e igual en eso a la de Jaime, una barda no de adobe sino cubierta de hiedra. El pintor no se llevaba con el dueño de la casa de atrás y su barda era muy alta. También estaba cubierta de hiedra y desde la terraza del tercer piso al final de su estudio, el pintor saludaba muchas veces a Jaime con una mano y una cerveza en la otra. Un enorme fresno separaba esa terraza de la barda. Perdía las hojas muy pronto. Jaime las veía caer manchando de amarillo el verde pasto de su jardín. Del mismo modo que la lluvia, las hojas caían con un suave rumor de una manera intermitente, aún más silenciosa que la lluvia.

Sentado en su sillón negro sobre los mosaicos rojos, con el libro de Meter Handke en las piernas, Jaime podía ver los árboles de las casas vecinas sin distinguir a cuáles pertenecían. Casi siempre pensaba la misma obviedad al verlos: nada me pertenece y vivo en un ambiente boscoso viendo las copas de los árboles, no como si estuviera en un bosque donde sólo se pueden ver las copas desde alguna elevación, sino sentado en la terraza de mi jardín. En seguida, llevado por su afán de precisión, agregaba: también las veo desde la terraza del segundo piso.

[…] Pero los motivos que alimentan la memoria son impredecibles. Antes de volver al libro de Meter Handke o a la mera contemplación, Jaime recordó a su última amante. Ella era bióloga. Siempre le decía a Jaime: “Cuando uno ve algo en el microscopio se sigue viendo”. Eso había ocurrido con ellos. Empezaron algo y siguieron… ¿Por qué habían terminado? ¿Por qué se apartaron del microscopio? Recordar a María, esa amante, la amante, le hizo pensar a Jaime en su antigua casa. María, su amante, estaba unida por completo a la época en esa casa. Así era, al menos, como las recordaba.

Esa casa estaba en un callejón que daba a una gran avenida. El callejón era muy corto y por la parte de atrás podía decirse que empezaba el lumpen con abundantes pulquerías, tendajones y vecindades de todo tipo. Estaba cerca de la Universidad Nacional, donde María trabajaba como investigadora. Era de un solo piso con excepción del cuarto de la misma cocinera que trabajaba ahora para Jaime. Ella limpiaba también la casa y a su cuarto se llegaba por una escalera de caracol. Para subir a la azotea de la casa se tenía que pasar frente a ese cuarto. Abajo estaban los lavaderos y dos tanques de gas. La casa tenía un jardín adelante, muy pequeño, otro atrás un poco más grande. En el recuerdo Jaime podía verlo nítidamente. Y en el recuerdo agregaba otras cosas ocurridas en esa misma casa.

[…] María y Jaime se conocieron un sábado por la noche en la casa de un amigo mutuo. Era una fiesta. Desde que la vio, Jaime se enamoró de María. Lo cual es una manera de decir que tardó mucho en animarse a sacarla a bailar. María se pegaba al bailar de una manera fascinante. No eran sólo las piernas las que se cruzaban. Era como si María se estuviese ofreciendo por entero. Jaime ya lo había admirado observándola bailar con otros. Pero esto, precisamente, había aumentado su indecisión. ¿Si no hiciera lo mismo con él?