El epígrafe que abre esta novela, proveniente de Los inocentes, de Hermann Broch, afirma: “El olvido lleva lo inolvidable en sus manos vacías y lo inolvidable nos lleva a nosotros mismos. Nosotros alimentamos el tiempo, nosotros alimentamos la muerte con todo lo que ha sido olvidado. Pero lo inolvidable es un regalo que nos hace la muerte”.

La historia del personaje principal, M., es precisamente la historia de su entrada a diversos mundos y luego del olvido de esos mundos. Primero fue su tímida excursión a la religión católica. Le dijo a su padre que quería entrar al seminario y él, ante la presencia de los sacerdotes, le negó a él y a ellos esa posibilidad, afirmando así su pertenencia al mundo familiar.

Después, apareció una novia, los estudios universitarios y la inquietud por dejar los estudios y ayudar a su padre en el negocio de venta de madera. Él aceptó con gusto la decisión y le pidió, como una suerte de rito de iniciación, que antes de adentrarse en las labores de la oficina, pasara quince días en el aserradero. M. Queda deslumbrado ante ese bosque que lo acoge y en el que quiere perderse. El narrador afirma: “M. creía percibir un lenguaje común que lo llevaba a un mundo perdido al que deseaba penetrar como si le fuera indispensable conocer su secreto”. Y en esa búsqueda M. acabará perdiendo su conexión con el mundo que apenas estaba comenzando a construir. Pero no adelantemos.

Ante la espléndida soledad del bosque, M. descubre, al igual que lo había hecho Marcela en El libro, que se puede ser dos personas. García Ponce nos señala: “él mismo no entendía cuándo se había abierto ni qué era lo que de pronto parecía haber dividido su persona en dos mitades que se confundían oponiéndose, dejándolo extrañamente despojado e algo que nunca había tenido ni era capaz, por tanto de reconocer”. Aquí nos encontramos ante una variante; si la mayoría de los personajes masculinos de García Ponce encuentran esa totalidad y ese vacío en la presencia femenina, aquí ésta se encuentra representada por la madre naturaleza, por las antiguas caobas que eran “las verdaderas dueñas del bosque”.

Sin embargo, M. regresa a su vida normal, se casa, como había previsto y toma casi posesión de la oficina, ante la ausencia intermitente del padre, que poco después muere. Tiene tres hijos con su mujer y, sin embargo, el aserradero sigue presente, como el espacio alterno de esa vida familiar y ejecutiva que le fue destinada y que él aceptó sin quejarse.

Poco a poco las visitas al aserradero se vuelven continuas. Pero M. no va a trabajar o a dirigir los esfuerzos de los hombres, va, simplemente, a perderse en el bosque, en una búsqueda mística que sólo lo conduce al vacío. García Ponce afirma; “Pero el suyo no era un destino, era un flotar sin rumbo en el que nada tenía fin y del que no era capaz de encontrar el principio”.

Ese flotar conduce al alejamiento de su mujer. Como pasa meses en el aserradero, sin verla ni saber de ella, sospecha, aunque pretende alejar ese pensamiento, que ella le es infiel. Un día ella se lo confiesa, le dice que el primer amante fue sólo la imagen de la separación entre ellos dos. Le dice también: “Tu mujer es una puta. Lo que nadie sabe, lo que sólo te digo a ti, es que a veces me ha gustado serlo. Ser puta, no tu mujer. Como tu mujer nadie me ha tocado”. Aquí vemos otra vez este intento de separar el lado inocente de la mujer con el de ser hijas de Lilith. Vemos otra vez este intento del narrador de describirnos la coexistencia de dos mundos diferentes en una sola persona.

Los negocios se complican y la viabilidad económica del aserradero termina y con él la posibilidad por parte de M. de usarlo como un refugio. Sin saber qué será de su vida y de su futuro, regresa a la casa familiar y entra a la huerta, donde no había estado desde hacía muchos años. Allí encuentra una piedra con una inscripción, grabada por él cuando era niño: “Tajir”, dice la piedra. Y en esa palabra, como si se tratara de la magdalena de Proust, M. parece reencontrar la unidad perdida, como si en esa piedra se encontrara a sí mismo. Dos días después, en el aserradero, la criada Jesusa lo encuentra muerto y la novela termina.

El intento del narrador por describir este vacío y esta búsqueda de la totalidad no se resuelven con este recurso de la piedra grabada. La invocación de una palabra mágica, unida a un objeto de la infancia, nos recuerda a “Rosebud”, el nombre del trineo del ciudadano Kane, en el que se condensa la soledad del niño, soledad que los espectadores del filme vemos que jamás se resuelve a lo largo de la historia. Pero aquí parece fuera de lugar, y el final abrupto e inesperado.