“Enseñar es pervertir”, afirma Eduardo, el maestro de literatura de la universidad ante sus alumnos, entre los cuales se encuentra la bella Marcela con quien, previsiblemente, acabará teniendo una relación amorosa. El objeto que servirá esta vez como el tercero, como el gato, es un libro de Robert Musil, en el que se encuentra el relato “La realización del amor”.
Marcela le pide prestado el libro y él se lo lleva. Un día ella lo va a visitar a su casa, donde Eduardo vive con Ana, su mujer, y sus dos hijos. Entonces su alumna le dice, cuando él le pregunta qué es lo que le inquieta sobre el relato de Musil: “Que ella, ya sabes, Claudine, esté viva y sea tan concreta y al mismo tiempo pueda ser otra, como si estuviera dividida en dos y esas partes nunca se tocaran, a pesar de que las dos le pertenecen y las dos son ella. ¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo está en un lado y en otro al mismo tiempo? ¿Puede pasar realmente algo así? ¿Quiero decir, la que quiere a su marido y siente ese amor tan fuerte y luego la otra que está aparte y necesita ver ese amor… ¿Son de veras la misma? ¿Es posible eso?”.
Marcela reconoce esa dualidad en sí misma. Le dice a Eduardo: “Quiero creer nada más en lo que debo creer” y, sin embargo, Claudine le abre a Marcela otras posibilidades, dentro de sí misma, que va a explorar junto con Eduardo. Un día, saliendo de la Facultad, lo lleva a dar una vuelta en su coche, se estaciona en un lugar solitario, le pide a Eduardo que lo bese y lo invita a pasar por la tarde a su casa. Él llega, lo reciben Marcela y su madre. Ella se va y Marcela conduce a Eduardo a la construcción que se encuentra al fondo del jardín. Antes, le dice a su maestro: “Sólo soy la que va a hacer algo y toda yo estoy en esa voluntad”.
En el cuarto del jardín, Eduardo y Marcela se aman. La tarde cae en la habitación. El narrador afirma: “Ella empezó a vestirse, mientras Eduardo, incapaz de moverse, sintiendo que no era más que un afortunado espectador al que por una elección totalmente gratuita se le había dado acceso a una ceremonia incomparable, la seguía con la mirada”.
Sin duda éste es uno de los motivos más recurrentes de la obra narrativa de Juan García Ponce. El personaje masculino como testigo afortunado, como el privilegiado voyeur, el espectador con suerte que asiste al espectáculo de la belleza que se despliega a sí misma, representada en la figura femenina que está por entregarse o acaba de hacerlo. Al mismo tiempo, Marcela, como muchos otros personajes femeninos del autor que nos ocupa, afirma que él le permite ver a otra Marcela, una faceta diferente en la que se revela una sensualidad hasta ese momento escondida o reprimida. El amante/voyeur es una suerte de facilitador, aunque al despertar esa sensualidad pierda el control sobre la mujer, al punto que sólo le queda la posición del testigo deslumbrado.
El descubrimiento de su nueva condición termina con el miedo de Marcela. Entonces le dice a Eduardo: “Todo se dirige a ti. Quiero darte lo que soy porque tú eres el que lo sabe. Y ya no tengo miedo”. En el caso particular de esta novela, como ya mencionamos, el tercero, en lugar de ser el gato o los perros, es el cuento de Musil, la propia literatura.
Marcela afirma cómo, a través de Eduardo y de su clase, pensó que llegaría “a una parte que no conocía y que, en tus clases, sentía existir cada vez más. Tal vez lo imaginaba oscuro y perverso; pero bello y quizás verdadero, como lo que tú explicabas sobre esa zona desconocida que se abre en el límite de las acciones”. Eduardo le contesta que eso es la literatura, y ella responde, “pero la literatura es verdad”.
Al final, después de entregarle el trabajo y anunciarle que se va a quedar con su libro, Marcela le dice que ya sabe cuál es la verdad del relato de Musil, que se puede ser una y a la vez alguien distinto, pero que “hay quizás un centro único, inconmovible, y si uno se deja ser ignorándolo, a veces es posible entreverlo, casi tocarlo, dentro y fuera de uno al mismo tiempo, como una totalidad inconmensurable y como un vacío. Pero el centro está y los caminos hacia él son la única moral”.
Esta definición de moral podría ser suscrita por la mayoría de los personajes femeninos de las novelas posteriores de García Ponce. En el centro está la fidelidad a ellas mismas, a su sensualidad, y esa fidelidad las define por encima de sus aparentes contradicciones.