El hombre sin cualidades, de Robert Musil, era la novela de cabecera de Juan García Ponce. De ella nos dice el propio García Ponce: “(…) Su carácter descansa en la necesidad de convertir en literatura la realidad, toda la realidad, incluso la del autor, porque la realidad sólo puede encontrarse en la literatura (la cursiva es mía), en el nuevo espacio y el nuevo tiempo de una forma y un orden propios que crea el arte.”1 De esta premisa parte El libro (Grijalbo, 1978), una de las obras menos conocidas y no obstante más representativas de la narrativa garciaponciana, en la que el protagonista es justamente un libro de Musil cuyo título no se menciona en la novela pero es Tres mujeres, el cual contiene el relato La realización del amor, detonante de la relación entre Eduardo, un profesor de literatura, y Marcela, su alumna. Cuando me refiero a esta novela como “representativa”, no aludo estrictamente al carácter erótico-racional que se espera de cualquier novela garciaponciana y que en El libro se observa potenciada, sino a que posiblemente sea la única de sus obras que maneje simultáneamente los dos géneros de García Ponce: narrativa y ensayo. Al mismo tiempo que una historia de amor, El libro es un ensayo acerca de la configuración de personajes en Musil.

Como en toda narración garciaponciana el somero resumen de El libro resulta harto engañoso, en primer lugar porque el romance entre profesor y alumna es de los más socorridos por la literatura erótico-amorosa. Pero tratándose de una novela de Juan García Ponce, hay que esperar mucho, muchísimo más, porque al plantear lo cotidiano no a partir de lo exterior sino desde el interior de los personajes (como el propio Musil) replantea una realidad aparente. En efecto, la vida real difiere sutilmente de la literatura y el gran reto que asume García Ponce a través de El libro es traspasar esa frontera sutilísima, invertir el orden de los factores al mostrarnos personajes literarios que buscan desesperadamente su condición de seres humanos, que es un poco lo que ocurre con quienes vivimos la literatura a través de la vida y no a la inversa (que pudiera ser el caso de El Quijote, o de Madame Bovary).

Eduardo, que indudablemente es un ser de carne y hueso que se reconoce en la literatura pero no se atreve a vivirla, se siente atraído por Marcela desde el primer día de clases. Al entrar en contacto con el libro de Musil (que Eduardo domina en tanto lector especializado) y particularmente con el personaje de Claudine de La realización del amor, Marcela no confunde la realidad con la literatura, antes bien, siente que ha adquirido el conocimiento del significado de la vida, de la verdadera vida. “De pronto he sentido que las cosas no son como en los libros —dice Marcela en la página 77—. Puedo estar confundida sobre su verdadera realidad y al mismo tiempo no sé cual puede ser entonces la verdadera realidad. Es como si uno no terminara de ser nunca y sólo se moviera, dejándose guiar sin saber hacia donde.” De esta manera, tanto Eduardo como Marcela, cuya relación gira en torno a este libro que fascina a ambos, dejan salir no a los personajes diseñados por ellos mismos, sino a lo que son en realidad. Marcela, la anti-Madame Bovary, no busca en Eduardo el amor trágico-novelesco (aunque tenga todos los ingredientes para serlo, empezando porque se trata de un hombre casado y con hijos), sino que a través de Eduardo busca a la verdadera Marcela. Ella es, en cierto modo es una creación del propio Eduardo y ella se permite ser recreada por él.

Tenemos, pues, que El libro nos brinda dos alternativas de análisis: el primero sería el literario. La técnica nos permite acceder a la construcción y deconstrucción de personajes a través de los personajes mismos. Estos se van construyendo-deconstruyendo uno al otro con base en la técnica que subyace en Musil. “Separado de sí a través de la ausencia de Marcela, pensando en ella para encontrarse, empezó a hablar de la obsesiva continuidad que se encontraba en la configuración de los distintos personajes femeninos de Musil, insistiendo en la manera en que el escritor trataba de hacer vivir a través de ellos un mismo ideal, de tal modo que sus fantasías, sus sueños más secretos encarnaban en esos personajes, pero al mismo tiempo, al adquirir una realidad independiente como tales en la obra, estos movían su fantasía, dirigiéndola hacia un punto que se encontraba más allá de él, en un nuevo espacio que era el que en verdad buscaba hacer posible con su escritura (…) Eduardo no podía dejar de pensar en Marcela como si ahora también la hiciera vivir en cada uno de esos personajes.” (p.p 94 7 95).

La otra posibilidad de análisis es la de índole psicoerótica, al abordar la empatía intelectual más que meramente sexual o amorosa de ambos protagonistas. El deseo de Eduardo hacia Marcela rebasa por mucho el deseo para trascender al plano estético e intelectual: su apreciación de la belleza de Marcela es razonada, estética. La evoca constantemente, no en un talante lúbrico sino como si se tratara de un objeto precioso, de una obra de arte, una constante en la obra garciaponciana para quien los personajes femeninos, lejos de ser arquetipos o, menos aún, estereotipos, elevan su sexualidad por encima de la sexualidad masculina (la descripción del deseo masculino siempre será eclipsada por la del deseo femenino, aunque la novela esté narrada desde el punto de vista del varón). Marcela es un objeto del deseo pero también un sujeto dotado de libre albedrío para encausar su relación con Eduardo a su antojo. El objeto del deseo, pues, mimetiza al sujeto. Lo recrea.


1. “El reino milenario” (1967), Tres voces, ensayos sobre Thomas Mann, Heimito von Doderer y Robert Musil, Aldus, 2000.


Juan García Ponce
(México: Siglo XXI, 1970), pp. 158. El libro