Observar la producción narrativa de García Ponce dentro del marco temático de su especificidad erótica plantea un límite posible de revertir en otras proposiciones: cierra las múltiples opciones de sentido del texto para emprender el deslinde de lo sugerido como erótico. Sin embargo esta reducción de análisis de la obra es aparente pues tras ella se esconde la posibilidad de asumir en el goce corporal sin condicionamientos la actitud vital como revelación. Así lo experimentó Paloma en su relación con Gustavo en la anterior novela de García Ponce De ánima, donde la ausencia (física) final de aquel se revierte en ella en presencia espiritual de su amado, según el juicio crítico del novelista Hernán Lara Zavala. Ahora el cuerpo de Inmaculada testimoniará los trazos de varias etapas vivenciales.
El acto sexual se hace presente al principio sólo como un rumor de quejidos. Inmaculada, “la niña vestida de blanco”, comparece frente al conocimiento de la intimidad a través de las percepciones auditivas de “aquella” puerta de donde emergen rumores extraños, difíciles de condensar en imágenes. En esta etapa de la niñez Inmaculada tendrá su amiga, Joaquina, y un lugar donde compartir sus “juegos dirigidos”: la casa de las muñecas. En ese espacio de la niñez el sexo se hace visión comprensiva. El asombro, la fascinación y, sobre todo, la obediencia, serán actitudes aprendidas por Inmaculada y nunca más olvidadas; la curiosidad y el rechazo serán formas del deseo ante lo prohibido. Joaquina e Inmaculada descubrirán en las muñecas su valor como mediadoras en el conocimiento del cuerpo de sí mismas. Los cuerpos de las muñecas experimentan en un plano metafórico lo descubierto por las amigas en sus cuerpos en el plano real; las muñecas pierden su significado primero como objetos de la diversión para ganar otro nivel semántico. Inmaculada y Joaquina “sabían que eran otra cosa además”. Esta última muñeca suplicante, temblorosa, y ansiosa, reconoce en la actitud obediente de Inmaculada ante sus deseos un instrumento de dominio, asomando la primera antítesis fundamental para definir a la protagonista: afirmar su triunfo a través de su sumisión. Una nueva etapa en su vida conlleva una nueva compañera: Victoria será ahora su amiga en ese juego amoroso adolescente donde, si bien el sentimiento de pecado, de culpa, de lo prohibido, la conciencia plena de algo transgredido asalta a ambas amigas, todo ello no es reconocido como tal; experimentar un placer en lo prohibido forma parte del juego amoroso.
Los motivos de la huida de Inmaculada del espacio familiar permiten pensar ese acto como una alternativa a las normas éticas sociales a las cuales quiere someterla su familia (la idea del matrimonio); esta moral de trabajo es sustituida por una actitud de derroche, de exceso, de goce, de desperdicio de tiempo: la vida de Inmaculada como sucesión no justificada de experiencias corporales. Todo el cuerpo de Inmaculada cede ante el primer roce, se hace incontenible, lo cual la lleva a la aceptación “inocente” de toda aventura, cuando nadie es especial y por lo mismo excepcional: “Allí, desnuda, en las piernas de alguien que acababa de conocerle, tuvo por primera vez la disolvente sensación de ser mirada sin que su voluntad pareciese intervenir, de que la contemplaran como si no existiera y por eso la hiciesen existir más que nunca”.
A García Ponce no le interesa tanto la descripción minuciosa del acto sexual como las reacciones compartidas por sus personajes femeninos en ese instante, librándolos de esquemas binarios bueno/malo, lícito/ilícito-, y enfrentándolos a la tachadura de las fronteras: entre la verdad y la mentira no hay diferencias. Inmaculada nunca impone reglas de juego; todas las acepta sin terminar por ello siendo objeto. Sus compañeros ocasionales pintores, fotógrafos, doctores, oficinistas forman una gama variada de seres dispuestos a asumir la inmediatez de su existencia, sin cuestionar cada uno de sus actos; todos ofrecen una mirada aprobatoria a Inmaculada. Dice un amante suyo: “Si algo tenemos del pasado inmediato y hasta del presente es el placer de entregar nuestros gustos sólo a los que se deciden a ello”.
Así se nos va presentando la vida de Inmaculada, como un sucesivo cambio de escenarios donde perdura una sola representación; cambian los actores pero la vida se enriquece en experiencias que sin embargo no agotan el cuerpo, pues éste sólo atiende a la libertad del deseo, sin someter el imperativo corporal ni al texto mismo a razonamientos teóricos explicativos o postulaciones silogísticas. Esta continua inocencia de Inmaculada es el recurso para afirmar sus actos de “infidelidad” como una vía para establecer la “fidelidad”: el cuerpo de ella se fragmenta y esa parte “infiel”, en el acto de entrega, pertenece más puramente a su inmediato amante; sobre ese fragmento dependiente independiente del cuerpo recae la vergüenza, no moral, sino poseedora de una extraña raíz fundada sobre el desconocimiento, la inocencia. La certeza e importancia de tener cerca el objeto amoroso se comparte con la ausencia o la distancia de éste: “Inmaculada se había dejado conducir por sus sensaciones, hubiera hecho lo mismo también sin Miguel una vez que empezaba a hacerlo, pero era distinto que ahora se diese cuenta de que Miguel había estado mirándola y todo empezó por su voluntad de complacerlo”.
Tras este largo “aprendizaje” amoroso, Inmaculada regresa a su hogar para continuar su vida como hasta ahora, pero esta vez bajo un nuevo compromiso: su casamiento con su primer novio. El placer inocente prometido por el cuerpo de Inmaculada es reivindicador del juego, del ocio, del placer carnal, todo ello en un acto saludablemente provocador: su inocencia vive en el límite de la lubricidad.