JUAN GARCÍA PONCE: LUJURIOSO Y TRÁGICO
José Emilio Pacheco

La historia de el autor de El Gato, puede resumirse en una palabra: exploración. Al llegar a su séptima década de vida, compañeros y alumnos le reconocen haber trazado senderos hacia artistas casi desconocidos en México. Como ensayista, crítico de artes plásticas o narrador, su veta a explotar ha sido la del inédito o el autor poco explorado. El escritor, dice Carlos Monsiváis en uno de los textos de este retrato a varias manos, es un apasionado proselitista
de sus aficiones.

PASIÓN DE JUAN GARCÍA PONCE

“El vago azar o las precisas leyes” que rigen la existencia hacen coincidir los 70 años de Juan García Ponce, la presentación de su Autobiografía y el centenario de la Condesa. Lo menos que se le debe a esta colonia es un homenaje a quien le dio existencia artística en sus libros. De aquella Condesa, por necesidad muy distinta de la actual, sólo quedan las imágenes que García Ponce dibujó en su narrativa. Ha hecho por esta parte de la ciudad lo que sus maestros hicieron por otros barrios de Viena o París. El escenario de esas novelas y esos cuentos que recrean el “nuevo desorden amoroso” que precedió y acompañó a los sesenta no se limita a la Condesa: abarca la ciudad entera y sus alrededores, así como algunos lugares de Yucatán: Mérida, el campo y sobre todo la playa de Progreso.

Como crítico de artes plásticas abrió un espacio para la nueva pintura y nos enseñó a mirarla y admirarla. En tanto que ensayista nos hizo leer con otros ojos a clásicos como Thomas Mann y nos descubrió a otros grandes autores, sobre todo a Robert Musil y a Pierre Klossowsky.

Su labor editorial en la Revista de la Universidad y la Revista Mexicana de Literatura está aún por ser reconocida. Fue el centro de un “grupo sin grupo” que renovó todas las expresiones artísticas mexicanas, del teatro y el cine al periodismo literario. Los sesenta en este país no hubieran sido lo que fueron sin la presencia, la inteligencia, el talento y la pasión de Juan García Ponce.

El título de un ensayo juvenil, “El artista como héroe”, fue premonitorio sin saberlo. Todas las enfermedades son injustas y crueles. Quizá ninguna como la que afectó a García Ponce en el comienzo de su madurez. Lo hirió pero no lo doblegó. Todos nos hubiéramos dejado vencer: él ha continuado su gran obra y ha producido libros monumentales como la Crónica de la Intervención.

Ignoro qué hubiera sido de mí en caso de no encontrarme con Juan García Ponce. Fue el maestro que nunca actuó como tal pero me hizo leer y me criticó y me estimuló y me llevó a aspirar a su devoción por el hecho de escribir al margen de las recompensas y los castigos del mundo. Los seis años que compartimos en la Revista de la Universidad y en otras revistas (cómo olvidar los Cuadernos del viento) fueron la base de todo mi trabajo. Para citar otra de sus novelas, ese pasado estará presente mientras yo viva. Otros lo estudiarán como lo merece. Por ahora sólo he querido recordarlo y darle las gracias.

¿CATORCE, ENTRADOS EN QUINCE?”
Carlos Monsiváis

Para comenzar unas notas sobre un escritor excepcional, le cedo la palabra al protagonista: …nací en Mérida, Yucatán, el 22 de septiembre de 1932. Mi madre, apoyada por el testimonio de mi padre, mi abuela y hasta mi nana, que entonces era la suya y ahora lo es de vez en cuando de mis hijos, asegura que si el acto de parirme estuvo cerca de costarle la vida, los nueve meses de embarazo fueron una tortura tan interrumpida que casi le hicieron desear perderla. Según parece, nunca logré encontrar acomodo normal en su interior y hasta el último momento coloqué la cabeza donde debería poner los pies, la obligué a guardar cama y a vomitar sin descanso.

En un momento insólito en alguien que ha sido tajante en su demolición de mitologías, sentimentalismos y falsos arraigos, García Ponce admite amar a Mérida, sin mayores especificaciones, y ni siquiera un vistazo al repertorio de Guty Cárdenas, Ricardo Palmerín y Pastor Cervera. Enseguida, en otro texto, delimita su afecto al examinar a la provincia, una parienta quedada, como se decía antes:

…Quizá el problema con nuestra tía solterona es su anacronismo. Nadie tiene derecho, todavía, a ser un tipo. Entonces, tenemos que concluir que el verdadero problema de la provincia es que no existe. Es tan sólo un almacén donde se conservan, quintaesenciados, los defectos de la ciudad. Pero su desaparición es imposible. Con ella moriría nuestra última posibilidad de ver nuestros errores como si no nos pertenecieran.

García Ponce no es muy proclive a las reminiscencias gratuitas, es decir, a las evocaciones carentes de sentido narrativo, situados fuera del vértigo o del laberinto en donde se extravían el apetito sexual, las costumbres, los sentimientos posesivos y la reflexión sobre la literatura desde el encuentro o el desencuentro amoroso. Sin embargo, en distintos textos siembra sus impresiones autobiográficas:

Hasta los doce años viví en Yucatán, pasando, alternativamente, temporadas en Campeche. Después, poco a poco, en diversas remesas puestas en el avión por mi abuela materna y que incluían hasta a las dos nanas que siempre han estado con nosotros, mis cinco hermanos y yo alcanzamos a mis padres en México, donde nació el sexto. Para explicar esos cambios tendría que hacer un poco de historia familiar. Mi padre es español y por parte de mi madre pertenezco a lo que algunos de nuestros periodistas llaman la “casta maldita de Yucatán”, aunque a mí ni me disgusta pertenecer a ella, sino al contrario. Aparte de por el matrimonio, siete hijos y una relación que todavía ahora veo como amorosa, lo que no quiere decir que sea fácil, mis padres están unidos por un fenómeno común que podemos considerar de un orden social e histórico: el progreso acabó con el negocio y la forma de vida de sus dos familias. La de mi padre llegó a América, como ellos dicen, porque se dedicaba a la explotación y la exportación de lo que entonces se conocía como Palo de Tinte o Palo de Campeche. Este negocio fue aniquilado por el descubrimiento de las anilinas. Con ellas, la química se impuso a la naturaleza y hubo que cambiar de rumbo, abandonándola. Por el lado de mi madre, la expropiación de las haciendas henequeneras y la ruina o la liberación que vino con ellas, según el punto de vista desde que se mire, fue, al menos en parte, desastrosa.

El orgullo por ser parte de “la casta divina” es, por supuesto, un golpe retórico para contrariar a los izquierdistas y, lo central, para aterrar a los que se consideren “aristócratas en tierra de mayas”. ¿Cómo un desacralizador profesional, de tiempo completo cree pertenecer a la élite? En rigor, la experiencia de “la casta divina” en alguien que se va tan joven a la capital es un recuento de anécdotas de lujuria fatigada y negocios sórdidos, atendidos desde el principio como literatura de la decadencia vulgar. Y lo cierto es el verdadero privilegio de García Ponce: la lectura, práctica iniciada de modo arquetípico en las novelas donde la fuerza narrativa disculpa la ausencia de creación literaria: Tarzan de Rice Burroughs, las series de pulp fiction: Bill Barnes, Doc Savage, La Sombra. Se lee con avidez para con el tiempo leer con eficacia. Y mientras, la educación prosigue:

Yo recuerdo que mi padre me dedicó dos frases lapidarias, totalmente de acuerdo con su carácter, en el que se mezclan de una manera admirable, aunque no siempre placentera, la ternura y la agresividad, cuando se resignó al conocimiento de que su primogénito iba a intentar ser escritor en vez de adquirir la madurez que a sus años debería permitirle dedicarse, como era natural, a los negocios o a cualquier otra actividad decente: “No vas a llegar a ningún lado” y “te vas a morir de hambre”. Yo debería tener entonces alrededor de veintiún años y en el fondo pensé que tenía razón. Pero morirse de hambre no parecía tener demasiada importancia y, desde luego, estaba seguro de que en cualquier otra actividad, como mis rotundos fracasos anteriores lo habían demostrado, tampoco llegaría a ese lado indefinido que marca con el signo de la respetabilidad y hace parecer lógicas tantas ambiciones ilógicas.

Algo en favor de la ciudad de México: multiplica las oportunidades, se aprovechan o no. García Ponce es ávido, lee sin fatiga, anhela las iluminaciones sexuales, escribe, se confiesa con sus amigos en sesiones redimidas por el olvido total de la mañana siguiente. Y la gana de totalidad es también la carencia de falsas ilusiones, previsibles, mientras el cinismo aparente es una forma taimada de la crítica a ultranza:

Durante más de dos años dejé por completo la escuela para seguir, por pura inercia, la sugestión de mi padre de empezar por lo más bajo en su fábrica para llegar a convertirme algún día en industrial. Nunca pasé de lo más bajo. En cambio, en esa época se acentuó como nunca el sentimiento de rechazo, la sensación de que cualquier ambición de llegar a ser alguien en ese mundo era irreal y absurda; y de ella data ese primer intento inconsciente de escribir un cuento. Pero para entonces debería tener dieciocho años y mi edad mental como posible escritor podría situarse en los cinco o seis. En la fábrica de mi padre, en vez de enterarme de su funcionamiento, aprovechaba todas las oportunidades de salirme para ir a entregar pacas de estopa, acostado sobre ellas, en el camión de reparto; me fascinaba el aspecto confuso y abigarrado de las tlapalerías que la compraban y las bodegas de desperdicios, llenas de pulgas, donde nosotros comprábamos el material para hacer la estopa y con cuyos propietarios judíos siempre hice gran amistad. Al fin, mi padre, no sé si por generosidad, para dejar de verme algún tiempo o para enseñarme a apreciar el valor del dinero, como realmente me dijo, aceptó pagarme un corto viaje a Europa. Fue un error definitivo.

Europa es la pintura y es el conocimiento de primera mano de las atmósferas de las grandes novelas y es la sucesión de museos y es la certidumbre de que vivir afuera de la civilización es vivir en vano y es la reconciliación con las energías de los países periféricos. García Ponce regresa, convencido a fondo de su vocación:

…Yo trabajaba por las mañanas, pero tenía todas las tardes libres. Íbamos a la Facultad de Filosofía y Letras, nos reuníamos a diario y en realidad hablábamos tanto de literatura que apenas nos quedaba tiempo para cumplir con el propósito de intentar hacerla. A pesar de esto, durante estos días, que de pronto fueron años, escribí una tras otra, nunca una al mismo tiempo que otra, mis primeras, frustradas, obras de teatro. Como culminación de esa época, una de ellas, El canto de los grillos, obtuvo el Premio Ciudad de México en 1956. La celebración duró varios días.

El 12 de enero de 1957, en su Diario Público, Salvador Novo anota: “Juan García Ponce es un chamaco de 18 años, muy amigo de Héctor Mendoza y que siempre venía con él a La Capilla. Me trajo su obra, la leí. Está muy bonita, y me encantaría dirigirla”. Días después, Novo cuenta: “García Ponce no quiso que estrenáramos su obra en televisión antes de darla en teatro”. El 7 de septiembre de 1957 Novo recapitula, al hablar de la progresión de Rodolfo Usigli a Luisa Josefina Hernández a García Ponce: “…las historias, tanto de El canto de los grillos, cuanto de La feria distante, manejan caracteres y atmósferas provincianas, de clase media, que el joven autor se tiene por lo visto bien clachados, y en cuyos pequeños problemas y frustraciones deleita su penetrante análisis, plasma una síntesis”. Y acto seguido, Novo culpa del fracaso de La feria distante al director, Ignacio Retes, que “riega el tepache en su afán incontenido de servirse de las obras para el malabarismo en la producción”.

A la obra le va mal con la crítica. El dramaturgo Wilberto Cantón la llama un refrito. Novo la defiende y en su nota del 29 de junio de 1958, refiere una escena ojalá no apócrifa. A El canto de los grillos, asiste la primera dama, María Izaguirre de Ruiz Cortines.

Y a las ocho en punto, como hace siempre, llegó la señora… Me había advertido que, como hace en todos los teatros, compraría sus boletos. Y que no fuéramos a gastar en flores para ella. “Pero sus dulces —supliqué—, eso sí”. “Bueno –accedió–; le acepto unos dulces”.

Juanito García Ponce estaba todo emocionado. Lo llevé a presentar con la señora. Es tan cordial y tan simpática. “Pero ¿cuántos años tiene usted? –le preguntó a Juan– ¿Catorce, entrados en quince? ¿O trece, entrados en catorce?”. Juan, todo ruboroso, reveló que ya andaba en veinticinco. “Pues vamos a ver su pieza –dijo la señora–, y le diré con franqueza mi opinión. Salvador sabe bien que yo la expreso siempre”.

El primer acto le gustó. “Vamos a ver los otros –dijo– Muchas veces, a un primer acto bueno sigue un segundo y un tercero malos.

Pero el segundo y el tercero le gustaron tanto, que a los numerosos telones de gracias, me hizo la señora seña de que subiera al escenario a compartir aplausos con Juan y los actores. Y luego lo felicité…

No todo es amargura en el éxito. El canto de los grillos da a conocer a García Ponce.

“…y me dio acceso a una beca otorgada por la Fundación Rockefeller, que me permitió pasar, en compañía de mi mujer, un año en Nueva York y otra larga temporada en Europa con el espléndido y vago pretexto de ver teatro. En todos sentidos fue una época feliz. Nueva York me parece la ciudad más fascinante del mundo entre todas las que conozco, y su imagen estará ligada siempre a esos primeros meses pasados en ella con Meche, mi mujer, en una espléndida soledad de dos, recorriéndola incansablemente, para buscar departamento primero y por gusto después, entre pleitos y maravillosas reconciliaciones. Aunque el teatro ya no me interesaba mucho entonces, perdía agradablemente tres mañanas a la semana en el Actors Studio, escuchando chismes y quejas de actores y gozando con las absurdas enseñanzas sádicas de Lee Strasberg, uno de los personajes más pretenciosos y ridículos que he conocido en mi vida. Nunca vi una representación ni en Broadway ni fuera de Broadway que me convenciera por completo, pero tenía a mi alcance todo el mundo de la pintura en los museos y galerías, el inagotable campo abierto de las librerías, el espectáculo de la ciudad y, sobre todo, una enorme cantidad de tiempo libre”.

De Nueva York regresa el Juan García Ponce que entonces conozco: agresivo, siempre de buen humor (incluso si está de mal humor, lo sardónico es el tamiz de sus furias), muy bien informado y con una necesidad imperiosa de divulgar sus admiraciones. Casi de inmediato, se convierte en el impulsor de un grupo literario y, más exactamente, de una actitud radical. Nunca se ha vivido en México en el aislacionismo cultural y Juan Rulfo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes, para ejemplificar, son grandes lectores de todas las literaturas. Pero lo que distingue a García Ponce es su pasión proselitista. A lo largo de una década se preocupa, obsesivamente, por contagiar sus entusiasmos en literaturas diversas y en autores esenciales: Robert Musil, Thomas Mann, Heimito von Doderer, Hermann Broch, Cesare Pavese, Pierre Klossowsky, para citar algunas de sus predilecciones.

VOLUNTARIA SUMISIÓN AL PODER DE LA FORMA Y LA PALABRA
Huberto Batís

Poco ha hablado Juan de las “influencias directas” en la vocación literaria, como las interminables historias que una tía abuela le contaba al acostarlo de niño; los recuerdos de innumerables parientes que habían venido de Asturias, recuerdos que “reconoció” al convertir en realidad lo fantaseado al oírlos; las vivencias con los hermanos (as), primos (as), tíos (as) “de los que siempre he estado cerca y con los que me divierto mucho y me emborracho con bastante frecuencia”. El amor de los catorce años, los largos paseos en tardes “oportunamente lluviosas”, que prefiguraron las relaciones amorosas posteriores, “hasta llegar a esa presencia en la ausencia que me sostiene ahora”.

Y falta mencionar el influjo imperceptible del ejemplo y consejo de los amigos, a quienes no hay que enumerar “por mi ya mencionada capacidad de traición y distanciamiento”.

Amigos importantes han sido, además de los escritores, los pintores: obras y personas redundaron en enseñanzas artísticas y morales. “Mi amor por la pintura puede deberse a esa cualidad estática, en la que todo aparece fijo, revelándonos su verdadera esencia, que la emparenta con el modo en que se presentan los recuerdos de infancia […], el valor de las apariencias y la verdad de la pasión que resplandece del mismo modo en Hans Memling, Lucas Cranach, Velázquez, Van Gogh o Paul Klee”. El escritor le debe al contemplador de pintura la necesidad de salir de “un claro sentido de lugar […] como punto de partida”.

En la época que Juan escribe esta Autobiografía precoz, puede decirse que nos la pasábamos en la Universidad y en su extensión paradisíaca de la Casa del Lago, en Chapultepec. Hoy nos llaman la “generación de la Casa del Lago”, otros “generación de Medio Siglo”, cosa que nos disgusta porque nos confunde con aquella revista así llamada, con la que tuvimos que ver. “Generación destrozada” por la enfermedad o la muerte prematura; hemos sido más que diezmados, aniquilados. Escribe Juan: “Me siento cerca de algunos miembros de mi generación, cuya compañía y obra me resultan estimulantes; tengo unos cuantos amigos dispersados por el mundo cuyas cartas espero; pero más allá del punto que he alcanzado en este relato y de la definitiva alegría que son mis dos hijos [que le han dado varios nietos ya], me declaro incapaz de seguir adelante”. El escritor, entregado a su vocación, simplemente sigue contando historias, de cuyo sentido social no es dueño y “sólo puede dejarlas abiertas”. La ambigüedad ha sido en su obra narrativa un elemento indispensable; se consigue hacerla aparecer respetando “la distancia entre el creador y los hechos que presenta”; se interpone un “narrador ficticio” o un determinado punto de vista, de modo que “la mirada no pretende ser total”, sino que “se la devela condicionada por sus propias circunstancias particulares”. Tales principios no son una novedad, ni podrían convertirse en un “sistema” pues cada obra es “un principio”, “un punto de partida” para dar con la propia “concepción del mundo” (Weltanschauung). •

Fragmento del prólogo a la reedición de la Autobiografía precoz de Juan García Ponce (Coedición Océano-Conaculta), presentada el domingo 22 de septiembre en el Palacio de Bellas Artes.

LA MIRADA DEL DESEO
José de la Colina

Juan García Ponce, que según los médicos estaría muerto desde hace treinta años, se ha empeñado, con su cabezonería yucateca, en no envejecer, en ignorar la enfermedad y en continuar más vivo y escritor que nadie. Lo conocí en los años cincuenta, según yo cuando asistíamos a las primeras representaciones de Poesía en Voz Alta en el teatro del Caballito, y según él (que siempre me lleva la contraria) fue en un autobús hacia la Ciudad Universitaria. En cualquier caso, empezamos a hablar de literatura y de muchachas y de esa cosa desconocida pero sufrida o gozada por todo el mundo: la vida. Éramos escritorzuelos incipientes y caudalosos que en la Revista de la Universidad, o en Radio Universidad, o en el suplemento de Novedades y luego en la Revista Mexicana de Literatura, escribíamos cuentos, ensayos, notas de libros, de cine, de teatro, de pintura, de lo que se ofreciese… y parecía ofrecérsenos el mundo entero. Con otros amigos (Tomás Segovia, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, Huberto Batis, Juan José Gurrola, Isabel Fraire, Carlos Valdés y otros), estábamos pobres de ganancias pero ricos de ganas y, pese a diferencias entre nuestras edades, nos membretarían como la “generación de la Casa del Lago”. En nuestras fiestas inmorales, celebradas casi siempre en el departamento de Melo, en los ya míticos edificios Condesa, Juan ejercía ya un insolente liderazgo con su aire de gitanuelo, su eterno suéter negro y su peinado pre Beatle y se llevaba infaliblemente, el cabroncito, a todas las mujeres a las que les teníamos puesto el ojo.

No hace mucho, en la tele y desde su silla de ruedas, su carro alado, dijo a través de la voz de una de sus lindas secretarias voluntarias que su obra literaria, más cuantiosa que la de todos sus amigos juntos, sólo ha tratado del deseo y del amor y la amistad. Narrador a la vez lujurioso y trágico y humorístico, ha puesto en sus libros a nuestra generación, la ha acariciado y rasguñado, mostrando los ritos y los combates de la amistad y la obsesión común de la Mujer, de las mujeres. En cierta ocasión discutíamos sobre quién había sido el primero, él o yo, en poner en cuentos el asunto del incesto: ¿en su “Tajimara” o en mi “Barcarola”? Ahora eso no importa, el caso es que Juan lo escribió mejor, más intensa y desgarradamente. Un libro tras otro y otro ha puesto en pie, con narración viva y ensimismada (La cabaña, El gato, Crónica de la intervención, etcétera), personajes, sobre todo femeninos, como los que nunca había tenido la literatura mexicana.

Sosteniéndose en la literatura, en esa escritura que es una forma de mirar y desear la vida, Juan no sólo ha hecho vivir las criaturas deseantes y deseadas de sus ficciones narrativas: ficciones en las que como un vampiro ha tomado la sangre de muchos, y muy particularmente las de nosotros, sus amigos, para aviesa y gloriosamente inmortalizarnos; además ha sabido mirar, en inteligentes, reiterativos, apasionados ensayos, las obras de pintores y artistas gráficos, a algunos de los cuales él inventa.

La mirada como inicial acto del deseo es precisamente el gran tema, el leit-motiv que recorre y da intensidad y tensión a la obra de García Ponce. Su modo de mirar es también un modo de pensar, de sentir, de desear y de escribir. Algún maestrillo ha dicho por ahí que el mundo de la ficción garciaponciana es muy pequeño, muy estrecho de horizonte: lo componen sólo su generación, su ambiente, sus amigos. Sin duda. Pero yo tengo en cuenta aquello que decía Jules Renard: “Mi pueblito es el centro del mundo, porque el centro del mundo está en todas partes”. Los ritos, las casi ceremonias de amor y de amistad, y aun de enemistad que Juan García Ponce pone en su obra narrativa, el afán de su escritura por inmortalizar el momento, por eternizar las criaturas transitorias, es parte de una lucha contra el tiempo para inmortalizarlo, volverlo eterno. De ahí su mejor título: Crónica de la Intervención. Es decir: recuerdo de la intervención del deseo, en el tiempo, en la vida y hasta en la muerte.

HOMENAJE AL OJO CRÍTICO

La genialidad narrativa de Juan García Ponce no puede disociarse de su pasión por las artes plásticas.

A lo largo de su vida, el autor de la novela Crónica de la Intervención y cuentos como “El gato”, ha dedicado gran parte de su tiempo al ensayo crítico en este campo, con acierto y agudeza.

El reconocimiento a su contribución en este terreno no es nuevo. Hace ya 20 años, en mayo de 1982, la galería Juan Martín realizó el montaje de una exposición-homenaje en la que se incluyó obra de varios de los artistas sobre los que García Ponce había escrito, entre ellos Manuel Álvarez Bravo, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Alberto Gironella y su hermano, Fernando García Ponce, entre otros.

A dos décadas de distancia, y a propósito de su cumpleaños número 70, el mismo espacio está preparando otra muestra-homenaje a Juan García Ponce.

Esta vez, explica Malú Block, directora de la Juan Martín, se pensó en reunir obra de autores vivos a los que ha prestado atención, dejando fuera a algunos representantes importantes de la llamada Generación de la Ruptura, como son Lilia Carrillo, Francisco Corzas y el propio Fernando García Ponce.

Los creadores plásticos de la “vieja camada” que fueron convocados y participarán en la exposición, titulada Al país de las letras, con obra elegida por ellos mismos, son Juan Soriano, Manuel Álvarez Bravo, Roger von Gunten, Arnaldo Cohen, José Luis Cuevas, Gabriel Ramírez, Vicente Rojo y Manuel Felguérez.

Otros ocho artistas más jóvenes se sumarán al homenaje: los cuatro hermanos Castro Leñero (Francisco, José, Miguel y Alberto), Irma Palacios, Miguel Ángel Alamilla, Ilse Gradwohl y Gabriel Macotela.

“Juan García Ponce es de los pocos críticos que ha entendido el papel de crítico, creando un puente entre el espectador y el artista, donde se puede establecer ese diálogo con lo que trata de hacer el artista. Juan da la llave para ver lo que está detrás de lo visible, ha sido una figura muy importante, no sólo dentro de la literatura sino de las artes plásticas, no hay más que recordar que él empezó a escribir sobre muchos artistas para los que resultaba difícil destacar en este medio en la época en que la Escuela Mexicana era la que abarcaba todos los espacios”, comenta Malú Block.

Incluso todo aquello que escribió sobre la Generación de la Ruptura sigue siendo acertado y vigente, además de que con sus críticas brindó herramientas para la formación de coleccionistas, añade Block.

“La crítica de García Ponce es una piedra fundamental de la historia de las artes plásticas en México, siempre es justo y preciso, no es alguien que se pierda en el rollo, es alguien que lo mismo nos dice por qué es bueno un artista, por qué está bien un cuadro o por qué funciona, al mismo tiempo no le quita nunca su ingrediente poético, no resulta árido”, concluye la galerista privada sobre el trabajo de Juan García Ponce. Se espera que el escritor asista a la apertura de Al País de las Letras, el próximo 5 de octubre (María Luisa López).


Milenio, 22 de septiembre, 2002