crucecaminos“Había sido expulsado fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, corrido hacia el ancho mundo, hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al margen de sus campos había caminado, sólo al margen de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y que odia, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida”. En La muerte de Virgilio, Hermann Broch hace que Virgilio medite con estas palabras sobre su propia condición, la condición del artista, una condición cuyo carácter atemporal, inalterable cada vez que se encuentra dentro de determinadas dentro de determinadas circunstancias históricas, el novelista quiere acentuar poniéndolas en la boca del clásico latino. Pero a pesar de, o quizá más bien debido a la condición desesperada, marginal y solitaria, de ese huésped de su propia vida que es el artista, su figura ha seducido la imaginación de nuestro siglo casi con mayor intensidad que cualquier otra. Dentro del propio arte, el creador ha ocupado a pasar un lugar central. No sólo porque impone su presencia en sus mismas obras, porque aparece rigiéndolas y determinándolas mediante la ironía y la crítica en vez de dejarlas actuar por sí mismas, sino también porque su propia figura aparece como héroe en ellas con una significativa frecuencia. Al intentar explicarnos este fenómeno o al menos investigarlo, iluminamos no sólo la naturaleza de esa figura, sino también la de la época que lo ha elevado a la categoría de símbolo; nuestra época.

La aparición del artista como figura central dentro de la literatura data del siglo XIX y puede considerarse un producto del romanticismo. Heinrich von Kleist lo utiliza ya como héroe en la mayor parte de sus obras. Sin embargo, en él, se trata más bien de una transposición. El carácter problemático de lo que podríamos llamar el temperamento artístico es aplicado a otro tipo de héroes, que se ven obligados a actuar o a dejar de actuar dentro de situaciones ajenas al arte mismo. Novelas como La obra de Zola pueden considerarse excepciones. Pero, en cambio, en el terreno del pensamiento, en lugar del arte, el artista ocupaba ya un primer plano en Shopenhauer y se convierte en uno de los problemas fundamentales en Nietzsche, después de turbar a Kierkegaard dentro de su esquema de las posibilidades vitales en su categoría de hombre estético. Y es precisamente a través de Nietzsche, y sobre todo de Shopenhauer, que el primer novelista del siglo XX que acoge la personalidad del artista como tema central de su obra desemboca en él. Obedeciendo a ese orden secreto de los acontecimientos culturales, que sólo podemos empezar a explicarnos cuando el tiempo nos da la perspectiva indispensable, y que revela también el lugar de los creadores verdaderamente grandes, Los Buddenbrook, de Thomas Mann, aparece en 1901. Es en realidad una de esas obras destinadas a tener y jugar el papel de puente entre una época y otra. Sumergida por su tratamiento formal, por las raíces de su concepción del mundo, por la naturaleza misma de su anécdota y el tiempo histórico en la que ésta se desarrolla en el siglo XIX, se abre simultáneamente a nuestro tiempo y concluye adentrándonos en él, descubriendo los primeros signos que determinarán su fisonomía. Crónica rigurosamente temporal de una familia, de su decadencia y disolución en la muerte, cuya inevitabilidad alcanza por esto mismo los grandiosos rasgos del auténtico destino, Los Buddenbrook es también la historia del fin de una clase, de una forma de vida y una línea de pensamiento, destruidos por su propia fidelidad a sí mismos. Y al final de ella, como producto directo de la decadencia, aparece por primera vez la figura del artista. Hanno, el último de los Buddenbrook, que morirá en la niñez no sólo te tifo, sino más que de tifo de falta de ganas de vivir, por el inevitable debilitamiento de esa voluntad que para Shopenhauer es la fuerza vital y que ha sido minada por el espíritu, es ya ese huésped de la vida que busca la muerte. Su presencia truncada por la muerte es, dentro de la novela, más la de un temperamento que la de una realidad personal. En el capítulo que describe uno de sus típicos días de vida, su único amigo le advierte antes de dejarlo: “No te desesperes. Y, sobre todo, no toques”, pidiéndole que no se entregue a la disolución de la música, del arte. Sin embargo, Hanno no puede obedecer y se sienta al piano a improvisar. Después de describirnos en una de sus páginas magistrales la evolución de esa improvisación musical, Mann nos revela su último sentido: “Había algo de brutal y loco, de ascético y religioso, en el fanático culto de aquella nada [el tema sobre el que improvisa que es todo y nada al mismo tiempo, el Todo y Nada]… Y un placer morboso, también, en la inmensidad e insaciabilidad con que era gozado y sublimado. Tenía mucho de cínica desesperación; era un deseo de placer, un afán de ocaso, un anhelo de muerte, pero aspirado en una postrera dulzura, gustada hasta la extenuación”. Hanno Buddenbrook cede sin ninguna resistencia a esa seducción de la nada y la muerte a la que lo lleva su temperamento; después de relatarnos ese día de vida que concluye con la entrega a la disolvente seducción de la música, Thomas Mann sólo tiene que hacer una descripción objetiva de la forma en que se desarrolla el tifo para darnos la cifra del destino de su personaje.

Desde el primer momento, la naturaleza del temperamento artístico se nos presenta dentro de un marco problemático, contradictorio. Resultado de la decadencia, de la falta de unión entre el hombre y su mundo, el artista está ligado a la vida por un hilo demasiado delgado y vuelto hacia la muerte, y es en realidad ella, y no la vida, el motivo de su amor más secreto; la muerte es para él el “olvido del deber” y el “camino que le brinda la libertad”, nos dice Mann en su descarnada descripción de los efectos del tifo, que, significativamente, en la novela, actúa más sobre el espíritu que sobre el cuerpo y plantea antes que nada un problema de elección moral.

Los Buddenbrook es un último, grandioso monumento levantado sobre las bases del pesimismo del siglo XIX. A partir de él, disuelta la moral e inclusive el sistema social del que sus personajes sacaban fuerzas para seguir viviendo, el novelista enfrentará la problemática de un mundo que se ha quedado sin apoyo y dentro del que tiene que colocarse desnudo y desarmado ante el fantasma de la nada. Hanno Buddenbrook sobrevivirá en los siguientes relatos de Mann para convertirse en Dette Spinell, el esteta, defensor del espíritu puro y de la muerte, impotente, recluido en un sanatorio para tuberculosos y autor de una novela esotérica, que en Tristán sacará de la esfera burguesa a su nueva Isolda y la conducirá a la disolución a través de la música nuevamente, y luego, en Tonio Kröger, en el artista “enfermo de conocimiento”, que “se entregó al poder que se le aparecía como el más grande sobre la tierra… el poder del espíritu y de la palabra, que tiene erigido su trono por encima de la vida inconsciente y trivial”, cuyo “corazón estaba muerto y desprovisto de todo amor” y que sabe que “las obras geniales sólo pueden crearse bajo la influencia de una vida difícil, y que quien vive no trabaja, y que es preciso haberse muerto para ser un genio verdadero”.