Los caminos del arte en general y de la literatura en particular, para intentar poner un límite desde el principio a la tendencia de la palabra ociosa a la divagación, parecen caracterizarse precisamente por su falta de fin. En literatura, como en unas cuantas cosas más en la vida, cuyo sentido último parece estar fuera de la vida exterior pero actuando sobre ella desde el interior, y entre las que, para caer en el vicio literario del lugar común, podríamos mencionar el erotismo y su paralelo el amor, la meta es el camino y la relación con ella se establece volviendo siempre a empezar. Esto, desde luego, si pensamos en ella con relación a la actividad literaria; pero también podemos suponer que el camino es la acción de escribir y la meta la obra, sólo que entonces, ¿cuál es la meta de ésta? Las obras nos dicen, en el mejor de los casos; pero su acción no termina en el momento de decir ni su realidad se cierra con este acto. Como los monumentos públicos, a los que la costumbre ha hecho invisibles una vez pasada la sorpresa que nos produjo encontrar donde antes no solíamos ver más que un espacio vacío a un militar montado a caballo y con la espada desenvainada, a un pensativo político de cráneo abultado y con las manos con la espalda o a una atractiva mujer desnuda transformada en alegoría de la virtud, los libros, las obras, siguen diciendo en silencio, una vez que los hemos hecho a un lado, lo que nos dijeron la primera vez que los abrimos. No es imposible suponer que este silencioso decir se continúa a través del entremezclado rumor que forma la tradición de la que saldrán nuevos decires, pero para la individualidad de la obra este final es, de nuevo, una meta que es el camino. Así, la errancia indefinida y perenne, mientras ella se conserva sumergida en su propio ser, parece ser el destino inevitable de la literatura. Para su desgracia o su elevación, en ella el medio es el fin. Todo aquello que se apropia de su realidad y la pone a su servicio, asegurándole un fin fuera de ella, la desfigura, dejándola con menos realidad aún. Para comprobar esto no tenemos más que recordar el ejemplar destino de los poemas que, convertidos en himnos nacionales, pasan a representar la esencia de la nación en vez de la poesía, encontrando la salvación como presencia al convertir en ausencia su propia naturaleza.
Pero si el lugar de la literatura se encuentra en el misterioso hecho de que no tiene lugar, el problema de sus creadores no es menos ambiguo. El escritor que sólo se encuentra en la obra no está nunca en ella, su relación con la obra —que es la que le da realidad haciéndolo efectivamente escritor— se desvanece apenas se cumple de una manera más dramática aún que la del poema o la escultura que dejan de serlo para convertirse en himno o monumento cívico, porque si estos dos últimos pueden recuperar su condición de poema o escultura al hacer a un lado el elemento que les arrebata su ser, el escritor, en cambio, no puede regresar a la obra que lo hizo escritor. En los mejores y más altos casos, la obra sólo da vida en la muerte y aun entonces lo hace arrebatando lo poco de vida que tuvo su creador. El asma de Proust es ya un motivo literario que forma parte de su vida para hacerla también suya, aun cuando al principio pudiera pensarse que, al menos en parte, la obra nació al asma, fue alimentada por ella. Son varios los estudiosos que señalan que la misma grandeza de la poesía de Goethe disminuye el alcance de sus logros, apartándolo de su profundo carácter como filósofo y como naturalista. Sin embargo, nada obliga a nadie a ser escritor; el destino literario es un destino elegido y quizás hasta podría encontrarse una cierta complacencia por parte de los escritores en ese ambiguo no ser. Pero con esto, como siempre ocurre cuando nos mantenemos en el plano de lo general, está dicho todo y no está dicho nada. Los medios sin fin de la literatura no implican en todas las ocasiones que la ausencia de fin no pueda convertirse en un medio. No siendo nada, el escritor tiene la enorme ventaja de que puede serlo todo a través de ese medio constante que es, del mismo modo que el hecho de ser insípida le permite al agua convertirse en café o limonada, alternativamente, sin perder su carácter de agua, aunque se corra el riesgo de que para el observador poco atento esa condición original pueda pasar inadvertida.
El ejemplo más alto puede servirnos también en este caso para llegar a lo más bajo, lo cual no sólo demuestra la continua posibilidad de unión de los contrarios sino también la relatividad de todos los valores apenas se sacan de su contexto. De la misma manera que podemos suponer que el agua no renuncia a sus cualidades originales siendo café sino que se enriquece al convertirse en agua y café, nos es posible recordar que Goethe al mismo tiempo que poeta, filósofo y científico, sin dejar de ser científico, filósofo y poeta, era el respetado consejero áulico de la república de Weimar.