Cesare Pavese anota en El oficio de vivir, ese diario en el que, desde el 6 de octubre de 1935 hasta el 18 de agosto de 1950, recoge la historia de sus trabajos y sus días, de su relación con el oficio de poeta, con el amor y el sexo, con la vida y con la muerte, y cuyas últimas palabras están escritas la noche misma en que cometió suicidio en un hotel de Turín, que en el fondo escribe “para estar como muerto, para hablar desde afuera del tiempo, para convertirse en recuerdo para todos”. Tal vez no sea otro el destino de todos los humanos. Al menos en el diálogo titulado “Las brujas”, que forma parte de Diálogos con Leucó, Leucó o Leucotea, la ninfa cuyo nombre le da su título al libro y de la que conviene recordar que, dentro del círculo de múltiples transformaciones que forman el ámbito mítico e histórico del mundo griego, antes de ser Leucó fue Ino, la hija de Cadmo, que, después de ser enloquecida por Hera, quien tenía celos de ella, echó a su hijo a un caldero de agua hirviendo, se arrojó al mar con su cadáver, y los dioses marinos, apiadados de ella, convirtieron a su hijo en el dios Palemón y a ella en Leucotea, la Diosa blanca, la Diosa de la Niebla, quien con su hijo protege a los marineros y los guía en la tempestad, le escucha decir a Circe, cuando ésta comenta la perenne nostalgia de Odisea, pobre mortal al fin y al cabo, por Itaca, por Penélope, por su hijo, por su perro, nostalgia de la que no lograban apartarlo ninguno de los poderosos encantos de Circe: “El hombre mortal, Leucó, sólo tiene esto de mortal: El recuerdo que lleva y el recuerdo que deja. Nombres y palabras son esto. Ante el recuerdo, también ellos sonríen, resignados”. Y todavía en otro de los diálogos titulado: “Las musas”, Mnemosine le dice a Hesíodo, quien le ha comentado “tú hablas, Mélete, y no puedo resistirte. Si bastara por lo menos venerarte”, que hay otra manera de hacerlo y ante la pregunta de Hesíodo sobre cuál es esa manera, responde: “Intenta decirles a los hombres estas cosas que sabes”.

En los Diálogos con Leucó, Cesare Pavese, igual que Hesíodo, como todos los poetas desde el principio del principio, obedece la orden de Mnemosine y le habla a los hombres de lo que su memoria carga consigo para que surja ese mundo de dioses y diosas, de titanes, de ninfas, de hombres y mujeres, de nubes y espuma en la cresta de una ola, que, a través del recuerdo, convierte al hombre mortal en inmortal sin dejar de saber también que la inmortalidad sólo se encuentra para él después de la muerte, porque no es un dios, porque no participa del carácter impasible de la divinidad, sino que llega hasta esa inmortalidad, semejante a la de los dioses, al perder su individualidad y convertirse en puras palabras, en recuerdo. La muerte entrega al hombre a la naturaleza, lo hace tan impasible como la tierra, el mar, la nube, los troncos, la era, la viña, las bestias, los dioses, todos esos signos espirituales y apariencias materiales que forman el mundo y determinan, como tan insistentemente quiere hacérnoslo sentir Pavese, su carácter sagrado. Da lo mismo que se trate de esos diálogos, descarnados, directos, epigramáticos, líricos y conceptuales, entre los “hermosos nombres cargados de destino”, como define Pavese a su libro, que de un poema en el que unos cuantos versos bastan para mostrarnos la terrible relación entre lo humano y lo natural: “Sangre de primavera/ —anémona o nube—/ con tu paso ligero/ has violado la tierra/. Recomienza el dolor”. le dice Pavese al recuerdo de su amor en Vendrá la muerte y tendrá sus ojos, su último libro de poemas, o de uno de sus relatos en los que, buscando crear un lenguaje en el que se exprese y se muestre “el ritmo de lo que ocurre”, los personajes se convierten también en puros signos capaces de mostrar el destino y alcanzar el mito. “No hay nada con más sabor a muerte que el sol del verano, que su radiante fulgor, que la exuberancia de la naturaleza. Hueles el aire y aspiras el bosque y adviertes que a las plantas y a los animales tú no les importas un comino. Todo vive y madura en sí mismo. La naturaleza es la muerte”, dice Pieretto en El diablo de las colinas.

Por eso la obra de Pavese tiene una indestructible unidad. En ella no hay “géneros”; hay una sola voz que desde que se encuentra se expresa dentro de muy distintas formas y es siempre la misma. “Una vida resulta destino cuando inesperadamente se revela ejemplar y fija para siempre”, escribió en un ensayo el año mismo de su muerte. La vida es entonces ese recorrido hasta convertirse en recuerdo y naturaleza a través de la muerte; pero sólo después de que las palabras exteriorizan el recuerdo y hacen manifiesto el destino. Por eso es indispensable situar de dónde salen esas palabras, cuál es la situación desde la que se escribe y cuál es su carácter. Las palabras son las del lenguaje cotidiano, forman el medio natural de comunicación entre los hombres, pero, al mismo tiempo, en el instante en que se utilizan como el instrumento de la literatura se convierten en otra cosa. Podría decirse que, como nos lo demuestra la propia obra de Pavese, en cierta forma se despersonalizan, adquieren un carácter diferente, pierden su sentido utilitario y se hacen libres y gratuitas, se convierten en un puro espectáculo como los actos mismos de los dioses, cuya imposibilidad y naturaleza divina los colocan más allá de lo humano y al mismo tiempo permite que por sus acciones imiten a los hombres y los muestren reflejando la naturaleza de lo humano. Eso es también lo que hace Pavese, lo que busca y logra Pavese en toda su obra.