La obra de Sergio Pitol ya es basta. Disimula, sin embargo, su propio desarrollo en las vueltas y revueltas, en los suaves meandros de su obvia continuidad y en las vertiginosas caídas en las dificultades que ella misma se pone delante, mediante las que esta obra regresa continuamente sobre sí misma como si necesitara contemplarse para advertir su propia realidad. Como los asesinos en las novelas policiacas, Pitol vuelve siempre al escenario de sus propios cuentos, los escribe otra vez, podría suponerse que busca perfeccionarlos. Sería una equivocación. Esta insaciable necesidad de regreso tiene otro origen. No hay tal lugar se llama uno de sus libros de cuentos. pero si ese lugar no existe en el mundo, se hace visible, “irreversible” y de “hierro” (tal como Borges describe el tiempo en su Nueva refutación del tiempo) dentro del tiempo detenido de la creación literaria. Si Sergio Pitol regresa a sus propias obras es para volver a encontrar en ellas el derecho a habitar en ese lugar que el mismo ha hecho aparecer, libre ya de la constante presencia devoradora del tiempo y fijo en la oscuridad que la propia sinuosidad de los sistemas narrativos de Sergio Pitol crea para establecer el espacio propicio en el que poco a poco se muestran sus obsesiones y sus temas secretos. Los reflejos y repeticiones nos van entregando poco a poco su sentido: regresar siempre a sus obsesiones y temas secretos: volver a encontrarse a uno mismo.
Todo esto es lo que parece estar indicándonos uno de los últimos libros de cuentos publicados por Sergio Pitol: Del encuentro nupcial. Cuatro cuentos de los cuales tres ya habían sido publicados anteriormente en diferentes libros y reaparecen en este último con significativas variantes y precisiones en las que, no obstante, no nos detendremos ahora porque nuestro propósito es otro: utilizar el cuarto de los cuentos, el único “inédito” del libro, para tratar de precisar algunas de las claves de la tarea narrativa de Pitol y las exigencias que las hacen indispensables para que pueda provocarse la aparición de ese lugar en el que transcurren todas sus obras. Tal vez sería conveniente adelantar a través de lo que nos entregan los otros tres primeros cuentos que, como ocurre en toda la obra de Pitol, si procedemos a su ordenada lectura antes de adentrarnos en el último de ellos cuando lleguemos a éste estaremos encerrados ya en el clima enrarecido, malsano en muchos aspectos, cubierto de inesperadas amenazas y ominosas presencias, concretas unas veces, huidizas como la materia misma de los sueños otras, que crea una rigurosa escritura dueña de una precisa claridad en la que se nos revelan en igual medida la parte luminosa y la parte oscura del mundo y la conciencia, de la realidad y de la mirada que la contempla, mediante un proceso envolvente que a veces, muchas veces, parece estar obstruyendo el libre desarrollo de la acción y finalmente se nos revela como el único medio de que dispone el escritor válidamente para llegar hasta el ambiguo centro de los relatos y permitir que abran ante nosotros el carácter descarnado, amenazante y siempre ambiguo de una realidad que por eso mismo también deja de ser el ámbito del mundo como el rico escenario en el que toda vida encuentra, ya que no su centro, la posibilidad del variado despliegue que la determina.
En Del encuentro nupcial este “método”, que no lo es de ninguna manera, sino que es la exacta repetición del modo en que la sensibilidad de Pitol enfrenta al mundo o se deja envolver por él, aparece exacerbado hasta sus últimos límites. En el principio parece encontrarse la necesidad de escribir, pero ¿por qué escribir, y, además, quien es el que escribe? Sin ofrecernos ninguna explicación directa sobre la primera cláusula de esta doble pregunta, Del encuentro nupcial parte más bien de la exigencia que provoca la existencia de la segunda. Primero se trata de esclarecer quién escribe. Pero precisamente aquél que escribe es una figura demasiado indeterminada. Lo que en verdad sabemos de ella es que está rodeada de posibilidades, de situaciones, de fugaces visiones de personajes reales o ficticios, de intuiciones y súbitas revelaciones de posibles escenarios y que se encuentra en las propicias condiciones de soledad y aislamiento para con todos esos elementos, que forman lo que podríamos considerar la carga natural de vida de toda conciencia, ponerse a “ordenar” el material mediante el que podrían armarse uno o más relatos. Sin embargo, ese mismo material obstruye su presentación, como si quisiera permanecer en lo oscuro e indeterminado, como si ocultara en su desenhilvanamiento una realidad “atroz o banal” (como volvería a decir Borges, cfr. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius) que no quiere mostrarse, sino, al contrario, permanecer en lo oscuro e indeterminado. Y porque no puede “ordenar” ese material, nosotros tampoco podemos saber quién escribe o a lo más podemos aventurar que quien escribe es la imposibilidad de escribir. Pero –esto es lo importante– enfrentar esa imposibilidad es ya tomar el camino por el que empieza a vencerse: el que escribe es alguien que nos cuenta que no es posible escribir. Y no es posible escribir por un sencillo motivo manifiesto a través de la complejidad de la escritura: la realidad es inapresable y cambiante, se resiste al ordenamiento que haría posible la escritura y ese ordenamiento es indispensable para que aquél que necesita escribir, entre otras cosas para encontrarse a sí mismo como escritor, alcance la identidad que es capaz de entregarle la escritura
Sobre este dilema empieza a moverse la escritura de Sergio Pitol.