X. LUZ Y SOMBRA
El color del amor en el romance de Teresa y Lorenzo es más bien pálido, casi transparente; el amor entre Geneviève y yo, a partir de la consideración, quizá falsa, de ser un amor mutuo, resulta denso hasta la oscuridad. No es descartable la opinión de que yo sólo uso colores oscuros; pero en fin…
A Geneviève y a mí nos presentó Lucía de la Selva, igual que a Teresa y Lorenzo. Lucía, por lo visto, introducía a todas las futuras parejas, a pesar de no tener como profesión elegida ser conseguidota. A ella le regalaba muchos dibujos míos con influencia de Matisse. Vivía en un departamento sórdido, como el de todos los refugiados españoles pobres, sobre una panadería, en la esquina de Lerma y Sena. Había muchas ratas como es de esperarse y la peste resultaba penetrante. Ello debía deberse también al hecho de tener las escaleras estrechas, mal ventiladas y muy descuidadas. Lucía no me presentó a Geneviève en su casa, sino en el Café Viena.
La belleza de Geneviève, conocida y usada por ella, era deslumbrante y me deslumbró. Rubia, con labios muy sensuales, devorados por el inferior muy bello y partido por la mitad, con un pelillo como el de la cáscara de un durazno en la quijada, blanca pero no blanca lechosa sino mate, alta, esbelta, de largo talle, pechos pequeños, estrecha cintura y amplias caderas, con piernas perfectas aunque para mi gusto tenía el defecto de no usar medias. Afortunadamente, como es natural, no se puso de pie al presentarnos Lucía: con tacones hubiera resultado más alta que yo. Le estreché la mano, una mano larga y seca. Durante la conversación, alrededor de nuestros cafés vieneses con mucha crema batida, traté de ser brillante mostrando mis conocimientos de poesía, mi francés y mi inglés. No la invité, no me atreví a invitarla, cuando se levantó de la mesa y se fue con una conocida de ambos. Dos días después, con un dibujo a tinta, sin color, visité a Lucía en su miserable departamento. Traté de ser casual al pedirle el teléfono de Geneviève.
Cuando la misma Geneviève contestó, con su voz grave y su acento inconfundible, tuve que colgar invadido por una irresistible timidez. Dejé pasar un para mí interminable momento antes de marcar otra vez. Afortunadamente no contestó ella. La voz del otro lado del aparato no tenía el delicado acento de Geneviève, sino un acento español con timbre femenino. Pregunté por Geneviève. Escuché de nuevo su voz después de lo que me pareció otro interminable momento. Me identifiqué.
—Soy Hugo. ¿Te acuerdas de mí? Nos presentó en el Café Viena Lucía de la Selva.
¡Se acordaba de mí! Aceptó mi invitación a tomar algo en el mismo Café Viena. Rechazó mi ofrecimiento de pasar por ella a su casa. Nos veríamos en el café. Fue a las cinco de la tarde, como poema de García Lorca: “A las cinco en punto de la tarde”. Y ella y yo, como en el poema de García Lorca a Sánchez Mejía, acudimos a nuestra cita con el destino.
Nos vimos tres veces todavía en el mismo Café Viena. Ni siquiera le retenía la mano un poco más de lo debido al saludarla y al despedirme. Hablábamos de poesía, de Lucía, de mi dedicación a la pintura, de la suya a las clases de francés y supe de su desgraciado matrimonio, de su hijo y que, actualmente, vivía con su madre y su padrastro. Ella conoció mi dirección y comentó su suposición del carácter “precioso” de mi vecindad a pesar de lo cual no me decidí invitarla a conocerla. Pa mí más significativo que su divorcio y su hijo, era la belleza de Geneviève y ésta me intimidaba.
Fue Geneviève la que no a las cinco de la tarde sino por la mañana, cerca de las doce, se presentó en mi departamento. ¡Mi sorpresa al abrir la puerta y verla a ella! Muy turbado, la hice pasar. Su primer comentario fue acerca del carácter suntuoso de las escaleras; su segundo, sobre el agradable olor del departamento. Se refería a los instrumentos y materiales de mi oficio. Me apresuré a informarle sobre mi poca habilidad como pintor e hice una broma basada en ella y dirigida contra mí. Geneviève se rió brevemente, aclarando que su visita no estaba dedicada a examinarme como pintor sino a verme a mí y a conocer la vecindad.
Estaba vestida con una amplia falda gris, zapatos bajos, un suéter de cuello de pico del mismo color que la falda bajo el cual no se veía ninguna blusa y, claro, no llevaba medias. Yo la miré disimuladamente sentada en el único sofá de mi sala, en la cual también estaban mis implementos de pintor y el caballete sin ningún cuadro en él por fortuna. Ella, disimuladamente también, buscó rastros de mis obras. No los encontró. ¿Había visto mis dibujos por medio de Lucía? Le pregunté si conocía la casa de ella. Lo negó. Respiré aliviado e inspirado en el oficio como productor abandonado ya por mi padre; cambié de profesión otra vez, simuladamente como siempre, y le dije que yo en serio quería dedicarme al cine, pero en ese terreno las oportunidades eran nulas. No sé, no podría precisar, nuestra conversación de ahí en adelante; recuerdo con exactitud a Geneviève, bella, experimentada, de mayor edad que yo, de mayor estatura que yo, sin blusa bajo el suéter, con pechos pequeños, con las maravillosas piernas cruzadas, pidiéndome sentarme a su lado en el sofá. Obedecí pero seguí sin tocarla y es más imposible aún precisar nuestra conversación desde esa cercanía. Sólo puedo mencionar que cité Le paysan de París de Luois Aragón, que hablamos de esa ciudad y ella recitó un poema de Baudelaire. ¡Baudelaire! Si eso era una invitación a algo no supe decidirlo ni cómo aceptarla. Después de todo, nuestra conversación era literaria y sus encantos personales, estando en mi casa, sólo los apreciaba yo, aunque era ella la que los poseía y usaba. Lo importante era poder verla ahí, en mi casa; no había prisa, decidí, falsamente, según me di cuenta después. Ella me confesó más adelante su desilusión y resignación.