Ninguna obra requiere ninguna justificación que la entregada por su desarrollo; sin embargo, quisiera que algunas palabras precedan a este relato, que la meditación sobre su movimiento se anteponga a la acción y la detenga un instante antes de abrirle la entrada: vuelta a la reflexión sobre sí misma de la que partió su posibilidad de movimiento.
El tema de El gato me sirvió antes para realizar un cuento. Así, en cierto sentido, este relato se dirige hacia la literatura, la solicita por segunda vez, a partir de la literatura. Me interesa precisar de qué manera.
Cuando un tema, o sea el sentido de una determinada acción, es capaz de entregar a través de su propio despliegue, regresa, se impone por una segunda vez, es quizá porque ese sentido no ha aparecido por completo; pero quizá también es cierto que ese sentido nunca termina de aparecer de un modo preciso y concreto en ningún relato. Alkatagagua lo sabía: toda acción puede ser completada y expuesta desde una incontable multiplicidad de ángulos y las distintas perspectivas la transforman, la hacen distinta y cambian su sentido. Tal vez porque ese sentido único, ese fondo único, no existe y la única verdad, verdad siempre relativa, es la del movimiento mismo de la obra, en la que el pensamiento encarna y se hace ser.
Secretamente, secreto que siempre se puede revelar y aparece de inmediato como secreto, puesto que su revelación implica su definitivo ocultamiento en su propia naturaleza, este carácter inagotable de su tema es el que yo he querido poner a prueba en El gato volviendo a él desde la buscada neutralidad de una escritura dentro de la que el autor ha desaparecido y sólo habla la acción, aunque no se pueda pretender que esta acción no habla por él.
El gato descansa en la posibilidad de aparición de un signo. La acción quiere provocar esa aparición por medio de su mismo desarrollo, de tal modo que el signo nace de ella y por su mismo carácter se coloca de inmediato fuera de ella, siempre e inevitablemente fuera de ella. Así, el pensamiento que en la acción encarna hace aparecer el signo para girar a su alrededor y existir como signo.
En su forma actual, el relato se constituye como una serie de “cuadros vivos”. El placer de la escritura y su posibilidad de alcanzar ese sentido que se hace sentido siendo inalcanzable se encuentra en la pura representación. Una imagen se constituye como tal, se nos entrega en tanto imagen y da lugar al nacimiento de otra imagen. La representación, como única regla del juego, como única necesidad del juego, hace visible. En ella no hay implícito ningún juicio moral ni se siente ninguna norma que no sea la que exige el juego mismo, cuya posibilidad de existencia está determinada por la de los actores y cuyos gestos aparece.
Naturalmente, esta exigencia coloca el relato en el terreno de la transgresión, transgresión que va más allá de cualquier norma establecida, que desde un principio ignora cualquier norma de este tipo y sabe que siendo los actores mismos, su realidad corporal, el único elemento indispensable al juego, tiene que dirigirse hacia los límites de ese cuerpo.
Un juego entre cuerpos, una representación que se realiza por medio de los cuerpos que se mueven en la neutralidad de un escenario dado participando de esa neutralidad, es forzosamente un juego erótico. La tensión que mantiene en movimiento la representación se halla en esa exigencia de los cuerpos, y del pensamiento que se encuentra encerrado en la posibilidad de existencia de esos cuerpos, de transgredir sus límites, borrarlos, ampliarlos, y llegar al otro y, tal vez, a lo otro.
Tarea de rompimiento y recuperación . La representación como posibilidad se encuentra en ella y se alimenta de la misma tensión erótica que pone en movimiento a los actores. Ese movimiento es el de la escritura, la transgresión que provoca es también la suya, le da una superficie y la convierte en superficie: le permite aparecer. La escritura surge del cuerpo y el cuerpo de la escritura. Uno y otra rompen sus límites: el cuerpo, los de sí mismo como espacio cerrado; la escritura, los de las normas que debe cercar para constituirse como tal dentro de una sociedad que se rige por esas normas. De su unión nace otro signo, un signo único, que no se encuentra en ninguna parte más que en el espacio mismo de la unión pero cuya realidad dirige el camino de la representación, le da una meta que nace de ella y se coloca fuera de ella y al hacerlo asegura la continuidad de su avance.
El gato
Fragmento
En el segundo piso, el gato parece escuchar el ruido de sus pasos, se incorpora y se queda mirando hacia las escaleras. Al aparecer Alma y Andrés los mira un instante y luego corre escaleras abajo, como si estuviera asustado.
Alma: ¿Viste?
Andrés: Sí. Era un gato.
Alma: ¿De quién será? Nunca lo había visto antes.
Andrés: De alguno de los departamentos, tal vez. (Se ríe). O a lo mejor del edificio, simplemente. Los gatos se regalan.
Alma (tierna): Era bonito: un gato niño…
En tanto han atravesado el pasillo y están bajando el último tramo de las escaleras.
Al llegar al vasto espacio vacío del vestíbulo, Alma se detiene y busca con la mirada.
Alma: Ya no está. ¿Adónde se puede haber ido?
Andrés: ¿Quién?
Alma: No seas bobo. Acabas de verlo: el gato niño.
Andrés (se encoge de hombros): No vale la pena pensar en eso. Los gatos aparecen y desaparecen. Anda, vamos.
Vuelve a tomar de la cintura a Alma y salen del edificio.
Apenas han cerrado la puerta, aparece de nuevo el gato en el principio de las escaleras, atraviesa muy despacio el vestíbulo por el centro, sin buscar la cercanía de las paredes, y se quedó quieto, mirando hacia la puerta por la que acaban de salir Alma y Andrés.
Firme sobre sus cuatro patas, con la cola levantada perpendicularmente a su cuerpo, la pequeña figura gris, solitaria y sin origen, parece mayor, pero se ve totalmente desvalida en el vacío del amplio vestíbulo.
Sin moverse de su lugar frente a la puerta, finalmente, el gato deja escapar un corto y firme maullido, como si, enojado e impaciente, quisiera llamar la atención de alguien.