Fue Regina la que provocó el siguiente encuentro. Una tarde, sin avisarle a Roberto, se presentó en su estudio con una amiga, diciéndole que quería ver sus cuadros y le había pedido su dirección a Manuel. Sin ninguna transición le sugirió a Roberto que le enseñara la casa y recorrió las habitaciones y subió al estudio seguida por él y la amiga, que apenas había tenido tiempo de darle su nombre a Roberto y estrecharle un instante la mano, sin que Regina hiciera ninguna presentación. Su actitud tenía algo de buscada temeridad y parecía el resultado de un enojo inexplicable, que se reflejaba en la intensa concentración con que miraba todas las cosas, como si quisiera olvidar en ellas el verdadero sentido de su presencia en casa de Roberto. Pero cuando ella y la amiga se sentaron en el sofá del estudio sonrió de pronto y miró por primera vez a Roberto.

—pensé que no iba a volver a verte nunca —dijo.

Luego volvió a ponerse seria; pero un brillo alegre bailaba detrás de su concentración en sí misma y ésta resultaba contradictoria, del mismo modo que la pequeña arruga vertical en la frente se oponía a la sonrisa que adelantaban sus ojos, como si en la visita se mezclaran un aspecto grave y otro divertido, y ella dudara entre los dos sin decidirse a adoptar la actitud que correspondiera a uno de ellos solamente, mostrando el gusto que le daba estar en la casa, , la curiosidad y la excitación y, simultáneamente, el reconocimiento de que comprendía lo que estaba haciendo y la gravedad de la elección, desconocida hasta entonces para Roberto, que su presencia implicaba. Roberto explicó que había tratado de encontrarla, pero no sabía cómo hacerlo y ella contestó directamente:

—No importa. Era yo la que tenía que buscarte cuando tuviera ganas de verte.

Roberto tuvo que sonreír. La conducta de ella lograba que todo pareciera fácil y natural y sin embargo, la visita no dejaba de ser grave y perturbadora, despertaba en él una impresión de turbia ambigüedad anulada bruscamente por cada uno de los gestos y movimientos de ella. Junto a Regina, la amiga los observaba como si estuviera asistiendo a una representación, conocida quizá, pensó Roberto, porque en su actitud marginal había también algo que anunciaba la soltura que da el conocimiento de un papel representado con anterioridad. Pero al mismo tiempo, dedicándole toda su atención a Roberto y actuando como si la amiga no estuviera allí, Regina parecía estar rindiéndole a él un homenaje en el que estaba implícito el reconocimiento de las posibles consecuencias de su actitud.

Sin esperar a que él dijera algo, Regina se puso de pie otra vez y caminó hasta la ventana, deteniéndose frente a ella.
—Es bonito que vivas frente a un parque —dijo. Pero tu casa no te va. Parece más bien una casa de profesor. Todos esos libros… ¿Los has leído todos? Tienes que enseñarme muchas cosas de ti.

Ahora su tono era totalmente serio. Esperó la respuesta de Roberto mirándole a los ojos, con una confiada intensidad casi infantil, esperando que esperaba algo de él y poniéndose en sus manos.

—Todo lo que quieras aprender —dijo Roberto, mitad en serio mitad en broma. Regina se rió.

—¡Imposible! Tendrías que obligarme. Yo tengo curiosidad; pero no tengo voluntad. Ya te lo dije.

La sonrisa no había desaparecido, pero en sus palabras había una tristeza verdadera, como si al pensarlas aceptara que encerraban más de lo que decían y esto le produjera una súbita desesperación. Sin embargo, su aspecto conservaba el mismo aire de candor, en contraste con su tipo de belleza, que, aunque básicamente esbelto y delicado no era de ninguna manera frágil, sino que, al contrario, encontraba la gracia en la oposición entre la feminidad de su figura, la delicadeza de sus facciones, que dejaban ver apenas una cierta melancolía dulce y secreta, y la brusca soltura de sus movimientos.

De pronto, Roberto tuvo la impresión de que había venido a verlo como una especie de venganza contra sí misma, como si con la visita venciera un aspecto de su persona que le desagradaba y contra el que tenía que luchar. Pero ahora, dibujada por la luz que entraba por la ventana, con el brillo de la tarde reflejándose en su tierno pelo color miel y envolviendo su perfil en una luminosa aureola, su figura le producía otra vez la sensación de distancia y cercanía que se unían entre sí, concretándose en su presencia. Contemplándola, Roberto sintió que los dos se separaban del ambiente físico de la habitación para encontrarse en un espacio remoto, jamás compartido, pero que ahora les pertenecía.