–Enseñar es pervertir. Ustedes vienen aquí a perder su virginidad literaria; pero sólo para recuperarla después. Lo difícil en verdad, no es perder la virginidad, sino ganarla, conquistarla. Hay que ir a los libros desde el conocimiento, para que ellos, si son realmente grandes, mediante su propio poder nos devuelvan la inocencia. ¿Puede entenderse eso? –dijo él, Eduardo.
Su voz se extendía en el espacio sin límites, semejante a una bóveda abierta, del vasto salón de clases, y sin embargo, se cerraba sobre sí misma, lenta y quizá demasiado grave, sin el ligero asomo de ironía que él hubiera deseado, cargada por la pasión de la cual se había desprendido para alcanzar esa perturbadora independencia desde la que se alejaba de él, introduciéndose en otra realidad, del mismo modo que un tenue manto de agua, del que se ignora su procedencia, empieza a invadir el suelo de una habitación deslizándose bajo su puerta y resulta inesperado y necesario para la existencia del piso. Y no obstante, como si encontrara en su viaje una invisible resistencia, finalmente, la voz regresaba a él, lo envolvía en su eco, girando a su alrededor sin ninguna meta, buscando volver a guardarse en la segura interioridad de la que saliera. Para Eduardo no era una voz, no era su voz, sino la suma de una necesidad, nacida de una larga experiencia, que al fin encontraba expresión. Pero esa voz era él, resultaba mucho más concreta en su libertad que cualquiera de sus actitudes; los movimientos de su cuerpo, el énfasis con que la acción de sus manos y sus brazos trataban de subrayar la veracidad de los conceptos, intentando encerrar algo intangible que hubiera que buscar en otro sitio: el punto interior del que él no era el centro, que no era posible encontrar en ninguna parte y hacia el que su mirada se volvía perdiéndose en sí misma cuando le resultaba difícil apresar las palabras que encerraban ese sentido que ya poseían, antes aún de empezar a ser. Esa era su relación no con la enseñanza, sino con la literatura, que recorriera viviéndola y de la que nacía la enseñanza: algo demasiado abstracto, imposible de definir, cuya existencia no tenía espacio, aunque buscara encarnarla en ese salón de clase, cuyo carácter terminaba imponiéndose, hacía insuficientes todos sus esfuerzos al darles un fin concreto, representado por la hilera de alumnas esparcidas en el aula demasiado grande para su número, en los sitios casi siempre fijos que ellas habían elegido haciéndolos parte de su propia persona y que al cabo de unas semanas, cada año, él reconocía ya como las distinguía a ellas, capaces de imponer su rara seguridad sobre los tres o cuatro hombres que tomaban también el curso, con mucha más seriedad y dedicación, y sin embargo, mucho menos vivos, menos presentes que ellas, quizás porque en su empeño no tenían jamás esa inocencia que Eduardo quería romper para devolvérsela dentro de una nueva dimensión, sino que sólo aprendían lo que a él no le interesaba enseñar, no aquello que los libros dicen sin decirlo, sino lo que su apariencia dice, su temporalidad en vez de su eternidad. Por eso no se puede vivir con la literatura, por eso tu no vives ni tienes la literatura, pensó. Y en seguida, envuelta por el recuerdo de la resonancia de esa voz que no tenía meta, se hizo presente la imagen de Ana y sus dos hijos. Pero, como le ocurría muchas veces, en ese momento la vida de ellos estaba lejos, perdida en la irreductible fijeza de su cotidiana realidad.
–Nunca había dicho esto antes –agregó él–. Pero necesito hacerlo para vencer mi aversión, nacida tal vez de mi incapacidad para explicarles este relato en especial, a la negativa de aceptar una verdad superior que, en principio, sólo se muestra paradójicamente.
Esta vez, dos de sus alumnos y algunas de las alumnas se rieron, siguiéndose entre sí, sin saber muy bien por qué, para mostrar su fe y su simpatía por la inteligencia y la reconocida capacidad de Eduardo, como un homenaje que él recibía agradecido, a pesar de que lo apartaba de su búsqueda.
–Musil –siguió–…
Entonces sus ojos, vueltos inadvertidamente hacia el exterior, tratando de hallar un punto fijo, encontraron la mirada verde de Marcela detenida en él, en su figura delgada, con el pelo un tanto desarreglado, en su cara, donde su verdadera edad no lograba afirmarse, en la corbata siempre negra, el saco de tejido grueso por cuyas mangas aparecían los puños blancos de la camisa, tanto como en sus palabras, consiguiendo que él las sintiera por un instante unidas a ella, aunque en el abierto, en el inevitable verde de su mirada, se mezclaban la curiosidad y una ligerísima ironía, un casi perdido rastro de incredulidad y duda con el que Marcela no se defendía de nada, sino que se dejaba ser simplemente, segura de su posición, de tal modo que tanto la curiosidad como la incredulidad adquirían el mismo carácter, mostraban que Marcela no tenía ningún temor, sino que era conducida por ellas.
Cada año pasaba lo mismo: había dos, tres, hasta cuatro alumnas entre las que era difícil decidir cuál era más bella, y su belleza creaba una zona aparte en la textura de la clase, hacía indiferente su categoría de alumnas convirtiéndolas casi en objetos, en una pura exterioridad que resultaba más fácil apresar y en la que siempre se encontraba una respuesta ajena a ellas mismas. Luego, en el café de la misma universidad, cuando Eduardo aceptaba las invitaciones de los miembros más entusiastas del grupo y alguno de los temas que habían tratado volvía y se prolongaba, extendiéndose sobre sí mismo de acuerdo con sus obsesiones, de tal modo que, aún sin proponérselo, nunca se rompía la distancia entre él y sus alumnos, sino que se afirmaba una separación que a veces sentía semejante a la que encontraba entre él y lo que quería decir, las más bellas del grupo conservaban mágicamente ese lugar aparte, como si las demás, con una extraña femineidad, quisieran concedérselo voluntariamente para que determinaran la fisonomía del conjunto y todas participaran así de esa misma belleza.
Eduardo se sentía a gusto entonces; la clase adquiría una realidad dentro de la realidad, ajena a la enseñanza y ligada a la vida de los movimientos del café, en la que lo que él trataba de comunicar se acercaba un poco, convirtiéndose en un objeto con una forma propia y determinada, que podía tenerse entre las manos, palpar y hasta hacer a un lado sin que perdiera su existencia. Pero este año, Marcela había puesto en movimiento esa presencia estática de la belleza dentro de la clase. Al iniciarse el curso, llegó bien entrada la hora, cuando Eduardo, después de dictar la lista de libros que los alumnos tendrían que leer, empezaba a hablarles de la manera en que se desarrollaría el seminario. Marcela abrió la puerta y se detuvo un instante, sin avanzar más allá del límite que señalaba la tarima sobre la que estaba la mesa de Eduardo. Él la interrumpió y volvió la cabeza hacia ella.
–¿Puedo entrar todavía? –preguntó, mirándolo con una apenas perceptible pero indudable agresividad, preparada a enfrentar cualquier reacción en su contra.