cronica1Esteban reparó en la manera en que la forma de sus rodillas se señalaba en sus largas piernas. Mariana no terminaba de revelarse nunca y siempre podía volverse a empezar a descubrir rasgos y peculiaridades de ella. Ahora estaba su figura en el portal. Había dormido junto a Esteban, y lo había dejado despertar solo, sin ella, quizás, pensó Esteban, porque de pronto tenía la misma necesidad y sintió la misma egoísta satisfacción que él experimentara la noche anterior ante el hecho de poder mantenerse aparte. Pero también estaban juntos, en el mismo cuarto, en el mismo lugar. Él, con Mariana, hasta la que había llegado finalmente. Su presencia era única y tenía una capacidad totalizadora que lo conmovía sin poder hacer otra cosa que dejarse arrastrar por esa disolución de sí mismo en ella. Y sin embargo, también era otra. María Inés. Una Mariana distinta dentro de Mariana y que era la misma Mariana. Pero el cuerpo de Mariana lo abarcaba todo. Era su verdadera unidad. Más allá de su figura, estando su figura presente, no había ninguna necesidad de pensar y fuera de esa figura, poniéndola al mismo tiempo en el mundo, la luz también revelaba, por un lado, al terminar la blanquísima franja de arena, el oculto movimiento del mar que sólo se hacía evidente en el último giro sobre sí mismas de las olas que se sucedían unas a otras y rompían finalmente sobre la arena y, del otro lado, en el tupido jardín tropical que rodeaba los bungalows y en el que todas las variantes del verde se hacían posibles en las inesperadas formas y tamaños de las plantas, del mismo modo que el mar era unas veces azul y luego gris plata y luego verde también. Más lejos, en la dirección del mar, no había nada, sólo la pura luminosidad sin color del cielo desprovisto de nubes durante enormes extensiones sin fondo bajo las que también se levantaban, separándose del jardín, las abruptas elevaciones y los descensos de las altas montañas. Entonces, el mundo alrededor, igual que Mariana, tenía una realidad firme y segura ante la que era posible conmoverse sin llegar a poder apresarla nunca, sino disolviéndose del mismo modo en su carácter inagotable. Una cosa y otra formaban la imposible conjunción entre lo eterno y lo temporal. Se tenía la tentación de ser humilde y esa humildad, su mera percepción, creaba un orgullo sin límite. Pero de pie en el portal del bungalow, sonriéndole a Esteban, Mariana era ajena a todo eso.

—¿Podemos comer algo finalmente? —dijo.

En el comedor del hotel ya no estaba más que una señora de edad, obviamente extranjera, que escribía sentada frente a una de las mesas. El comedor se hallaba en el segundo piso y terminaba en una terraza abierta que miraba hacia el mar, de tal modo que desde cualquier sitio podía verse el inagotable espacio en el que, arriba y abajo, brillaba igualmente la luz.

—Es alemana. Se pasa toda la mañana después de desayunar escribiendo en esa mesa y yo apenas la entiendo —les susurró la dueña del hotel a Mariana y Esteban señalando con la mirada a la señora de edad cuando se acercó a preguntarles si habían quedado satisfechos con el desayuno.
Ellos avisaron que sólo tomarían el desayuno y la cena en el hotel para poder tener todo el tiempo libre en la playa durante el día. La dueña estuvo de acuerdo. Antes de hacer su comentario sobre la única persona presente además de Esteban y Mariana ya les había dicho que en esa época del año nunca tenían más de tres o cuatro familias alojadas en el hotel. Cuando al fin se alejó, Esteban le comentó a Mariana:
—Me acordaba perfectamente de ella. Su marido no debe hablarle nunca.

—Pero son un pareja —dijo Mariana.

—Sí. Es cierto —concedió Esteban.

Aunque era agradable quedarse fumando en el abierto comedor, los dos querían al mismo tiempo estar ya en la playa y al fin se decidieron a dejar la mesa. La señora de edad, en efecto, seguía escribiendo y ni siquiera levantó la vista de sus papeles para mirarlo.

Ahora Mariana podía advertir que el hotel estaba en el extremo de una pequeña bahía hacia el centro de la cual se levantaban las casas y demás construcciones del pueblo entre las que sobresalía la única torre de una iglesia. Junto al hotel podían verse algunos bañistas, pero la mayor parte de la gente debería preferir las playas cercanas a la población. Caminaron de nuevo hasta el bungalow y de pronto Mariana se sintió turbada. Ahora iba a estar de nuevo a solas con Esteban en el cuarto y el mundo a su alrededor pesaba demasiado. No debería haber un afuera y un adentro y de ser así el movimiento de un lado a otro debía carecer de importancia. Sin embargo, la dificultad que motivaba su turbación era más profunda. Nada podía ser tan sencillo como desvestirse para ponerse el traje de baño. No obstante, la beatitud y la inocencia de su cuerpo desnudo rechazaban hasta la mirada de Esteban. Le pidió casi con miedo que no se acercara al advertir que él avanzaba hacia ella una vez que se hubo desprendiendo de la ropa. Esteban obedeció. Él también sentía un inexplicable pudor. De pronto, la desnudez de Mariana no les pertenecía a ninguno de los dos.

—Es mejor así, ¿no crees? Vamos primero a la playa —dijo Mariana.

Y ambos reconocieron el placer de encontrarse liberados del nuevo y sorprendente peso que era el conocimiento de su posible separación desde la desnudez cuando dejaron el bungalow para escoger algún lugar en la playa. Mariana llevaba una gran bolsa en la que habían puesto todo lo que los dos pensaron que podrían necesitar y Esteban dos toallas.
—Hay que tener cuidado con el sol al principio —dijo Esteban.
Mariana se rió:
—Ya lo sé. Es la tercera vez que lo dices.
Traía puesto un bikini rojo oscuro con puntos blancos y Esteban le pasó el brazo por la cintura. Ella se apoyó contra el cuerpo de él. Todo era fácil porque lo hacían juntos y los dos se sentían muy contentos. Un momento atrás, Mariana estaba desnuda ante él y eso no era nuevo, aunque su turbación pusiera un acento diferente sobre su desnudez; ahora estaba casi desnuda, pero afuera, frente al mar abierto y podía apoyarse, alegre y confiadamente, contra el cuerpo casi desnudo también de Esteban.

Dejaron atrás el hotel y sus bungalows y los pequeños grupo familiares de bañistas y caminaron sobre la arena caliente hasta el último extremo de la bahía donde se levantaban las rocas del acantilado, a cuyo pie podían tender las toallas y acostarse protegidos del sol por la sombra de ese alto muro natural, porque la breve caminata había bastado para que los ardientes rayos empezaran a picarles sobre los hombros. Los gestos más triviales adquirían una rara importancia porque el carácter de la relación que se había establecido entre Esteban y Mariana los sacaba de su contexto habitual. Ella se sentó sobre su toalla con las piernas encogidas y las rodillas en alto y empezó a untarse crema en las piernas. A su lado, Esteban esperaba que le pidiese ayuda, pero Mariana tardó un tiempo interminable, en apariencia ajena por completo a él, antes de tenderle el bote de la crema y pedirle que se la pusiese en la espalda. Esteban le desabrochó el sostén por detrás y Mariana lo sostuvo por delante con sus brazos para no quedarse con los pechos desnudos. Muy lentamente, Esteban extendió la crema en la espalda de ella. Al final le dio un ligero beso en el cuello. Mariana volvió a abrocharse el sostén y en seguida sacó su toalla al sol y se tendió boca abajo sobre ella desabrochándose de nuevo la prenda y extendiendo los tirantes a los lados de su cuerpo. Durante un largo tiempo, Esteban la contempló, lejana e inmóvil, con la cara escondida entre los brazos. Sin embargo, en toda ella resplandecía una inmediatez tan inevitable como la de la luz cuya presencia bañaba todo el espacio. Esteban pensó que había algo mítico e intemporal en la figura de esa muchacha tendida al sol que era Mariana y en ese momento era también todas las muchachas que alguna vez estuvieran tendidas al sol. No necesitaba tocarla ni hablarle para estar cerca de ella: estaba en ella y ella lo hacía desaparecer de una manera gozosa e inesperada haciéndolo tan inhumano como el mar, la arena o las rocas a su alrededor y al mismo tiempo tan vivo como ellas. Era un sentimiento casi angustioso en su intensidad. Podía quedarse inmóvil para siempre, mirando nada más a Mariana que no se sabía mirada, del mismo modo que el paisaje no se sabe a sí mismo. Pero entonces, ella levantó la cabeza y lo llamó:

—Tengo calor. ¿Nos metemos al agua?

Se abrochó una vez más el sostén del traje de baño y se puso de pie. Como una palmera, pensó Esteban, que supo en ese mismo momento que ya había pensado lo mismo con respecto a ella en alguna otra ocasión, aunque le fuese imposible recordar a ella en alguna otra ocasión, aunque le fuese imposible recordar cuál era. En tanto, Mariana estaba a su lado y le tendía la mano. ¿Invitándolo a dónde? Al tomarle la mano y levantarse, Esteban la estrechó contra sí. Mariana le pasó los brazos al cuello y se besaron en la boca por primera vez desde que llegaron al hotel. Allí, en la playa, al aire libre, bajo la sombra que proyectaban las rocas, aunque Esteban podía sentir el cuerpo caliente de Mariana contra el suyo y todas las sensaciones anteriores se concentraron en un deseo único, el deseo antiguo e imperecedero por alguien que no es uno y al que se necesita hacer llegar hasta uno, los dos eran uno solo. Pero siendo uno solo, simultáneamente, a partir de ese contacto en el que sus pieles distintas se reconocían, parecía imposible dejar de tocarse continuamente. Esteban la llevaba tomada por los hombros cuando entraron al mar y si una vez en el agua se separaban de vez en cuando para nadar cada quien por su cuenta, volvían a juntarse en seguida y las piernas de Marina se enredaban en las suyas y sus brazos estaban alrededor de su cuello cuando Esteban la sujetaba por la cintura mientras la corriente los movía de un lado a otro y ellos se besaban en las caras mojadas. Luego, al salir, Mariana volvió a tenderse boca abajo para seguir tomando el sol. Esteban se quedó sentado a su lado y su mano recorrió incansable la espalda y el pelo de ella hasta que la hizo volverse para acostársele encima y volver a besarla. No estaban lo suficientemente lejos de los demás bañistas para que su soledad fuese completa; pero esto no importaba en lo más mínimo. Al contrario, había un gozo especial en saberse vistos, como si la posible mirada de los demás en la que no reparaban aunque fuesen conscientes de ella, los mantuviese en el mundo. Y sólo una necesidad semejante de sentirse en el mundo gracias a ellos mismos les permitió separarse aun cuando el deseo del uno por el otro no hubiese disminuido en lo más mínimo sino que se intensificaba a través de esa separación. Las caricias y el sol habían secado por completo su piel. Se acogieron un momento a la sombra de las rocas sentados tan cerca uno del otro que sus cuerpos se tocaban desde los hombros hasta los pies. Luego Esteban puso uno de los suyos sobre el de Mariana y lo subió por sus piernas. Ella se levantó bruscamente huyendo de ese contacto y le pidió que fuesen a caminar un rato. Esteban la obligó a ponerse una de las toallas en la espalda e hizo lo mismo, encargándose de llevar la bolsa de Mariana mientras caminaban por la orilla del mar, donde las olas mojaban la arena, hacia el lugar en el que la presencia más numerosa de los bañista señalaba la cercanía del pueblo.

Allí había una corta hilera de sombrillas con techo de paja y un restaurante detrás. Podía oírse incluso la música de una rocola; pero de pronto ellos sentían un placer especial en hallarse rodeados por la gente. Mariana no había conservado mucho tiempo la toalla sobre los hombros y al poco tiempo de estar protegida por una de las sombrillas volvió a meterse al mar. Esteban se negó a acompañarla y la vio desde su lugar correr hacia el agua y también reparó en la mirada de alguna de las gentes que estaban cerca cuando Mariana regresó a su lado. Su soledad era distinta en esa parte de la playa. Siempre estaban los otros. Sin embargo, esos otros también eran ellos mismos. Comieron bajo la sombrilla y se quedaron todavía un largo tiempo en ese lugar, entrando y saliendo del mar, secándose brevemente al sol y acogiéndose a la sombra mientras la ligereza de sus cuerpos tan evidente al principio que los hacía sentir casi ingrávidos se convertía poco a poco en un lento y voluptuoso sopor llegado de afuera desde el que, sin haber disminuido, la sensualidad que le despertaba la cercanía de Mariana a Esteban y a la que podía sentirla responder con otra semejante, parecía capaz de saciarse con sólo mirarla y de vez en cuando tender la mano hacia ella para reconocer la exacta correspondencia entre el tacto y la mirada. Del mismo modo, pensó desde una incierta distancia Esteban, como si el pensamiento no fuese suyo o no fuese él quien lo pensara, que podía preguntarse quiénes eran las gentes a su alrededor, los otros debían ser capaces de hacerse la misma pregunta con respecto a ellos. Y tal vez Mariana y él dependían de esa pregunta porque en ese momento no eran nadie, se sentían ser nadie. Estaban allí simplemente y los cuerpos que lo limitaban les permitían también acercarse uno al otro, sentirse uno al otro, en ese deseo impersonal y perfectamente reconocible que para Esteban se centraba inesperadamente en cualquier parte del cuerpo de Mariana, mientras ella se limitaba a dejarse desear, como, con toda seguridad, lo había hecho siempre, pensó de pronto, con una súbita claridad, Esteban.

—¿Va a ser siempre así? —le preguntó Mariana.

Ella lo miró fijamente.

—No lo sé. Yo tampoco lo sé. Es verdad. Te lo aseguro —contestó.

No regresaron al hotel hasta que el sol había perdido algo de su fuerza y quedaban muy pocos bañistas en la playa. Mientras caminaban por la orilla del mar, Mariana se desabrochó los tirantes del sostén que rodeaban su cuello y al caer éstos dejaron ver dos rayas blancas en su piel ligeramente enrojecida. Más abajo estaban sus pechos, que Esteban podía entrever de vez en cuando, blancos también. Pero no se tocaron. Nada más caminaron muy cerca uno del otro. Ante la puerta del bungalow, bajo el portal, mientras buscaba la llave del cuarto en la bolsa, Esteban descubrió un brillo malicioso en los ojos amarillos y cafés de Mariana bajo el firme trazo de sus cejas. Al cerrar la puerta tras de sí la sombra era inesperadamente acogedora en el interior de la habitación. Las sobrecamas blancas y los contornos de cada uno de los muebles se dibujaban nítidamente en esa dulce penumbra. Entre ellos, Esteban vio a Mariana de pie en el centro del cuarto y en seguida sólo su figura fue visible, como si todas las demás cosas se hubieran hecho a un lado, ocultándose. Se acercó a ella y le quitó el sostén y luego el calzón de baño. Mariana se apartó muy despacio y se acostó sobre una de las camas, boca arriba, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y las piernas apenas entreabiertas. La larga permanencia del deseo había convertido toda impaciencia en una imprecisa intensidad que cerraba la textura de ese mismo deseo. Al mismo tiempo que su cuerpo se tendía sobre Mariana, Esteban entró a ella. Todo ocurrió muy lentamente, sin ninguna medida y fuera del mero transcurrir. Esteban estaba en Mariana, dentro de Mariana, y ella lo recibía como una parte imprescindible de sí misma. No podían saberlo porque eran incapaces de tratar de averiguarlo, pero en ese momento todo su pasado, toda su historia, se borraban y no eran Esteban y Mariana, eran el amor, e instrumento del amor. Fueron siguiéndose uno al otro, Esteban dentro de Mariana y Mariana alrededor de él y el cuerpo de Mariana bajo Esteban y el de Esteban encima de ella. Las manos de él rodeaban la cara de ella. Sus bocas se encontraban. Los brazos de ella estrechaban la espalda de él mientras sus manos la recorrían suavemente de arriba abajo. Y en algún lugar, distante e inmediato, los movimiento de sus cuerpos se encontraban o el de alguno cesaba de pronto en la espera del otro, mientras Mariana se quejaba cada vez con mayor frecuencia. De pronto dijo claramente: “No. Todavía no. Espera”; pero entonces los quejidos y murmullos se confundieron sin poder cesar y encontraron un ritmo dentro de una ausencia absoluta de ritmo hasta que Mariana dio un largo grito mientras Esteban le besaba toda la cara y los dedos de ella se aferraban a su espalda como si necesitaran encontrar el punto de apoyo donde se hallara el término de una caída sin fin en la que Esteban había desaparecido también perdiéndose en la oscuridad de su propio placer. Ninguno de los dos dijo nada luego, ni tampoco se movió. Él se quedó sobre ella y dentro de ella. Así estaban, dormidos, uno en el otro, confundiendo el sudor de sus cuerpos, cuando una de las sirvientas del hotel llamó a la puerta del bungalow para preguntarles si no iban a ir a cenar.